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jueves, junio 13, 2024
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    (OPINIÓN) Una defensa de la decencia. Por: Juan Carlos Botero

    En un país como Colombia, partido en dos por la polarización y con redes sociales tóxicas y llenas de odio, donde tantos se dedican a descalificar a quien piensa distinto, la actitud que más se necesita, la más urgente y revolucionaria, es la decencia.

    Lo grave de la polarización no es solo que divide al país en bandos antagónicos, sino que cada bando ve al otro como un enemigo. Más aún, en medio de la batalla de lealtades y rivalidades, los de un lado señalan a gritos los errores del lado contrario, pero minimizan o disculpan los errores del lado propio, porque creen que reconocerlos es darle armas al opositor.

    Se tiende a deshumanizar a los del otro bando, porque no son personas que solo piensan distinto o con las cuales hay puntos de desacuerdo. Son enemigos. Y frente al enemigo, como siempre sucede, solo queda declararle la guerra y derrotarlo.

    ¿Pero cómo derrota medio país al otro? Obligados a vivir juntos y ante la imposibilidad de triunfar unos sobre otros, el resultado es la parálisis o el fin del sistema. O peor aún: la guerra civil.

    En Colombia llevamos demasiado tiempo sufriendo la violencia. Pero el mayor error consiste en creer que la violencia la generan otros. Nosotros no. Son asesinos organizados y remotos, viviendo en cambuches en la selva o en mansiones de narcos, los culpables de la violencia. Por eso creemos que la violencia se acabará con procesos de paz y estos no le corresponden a la ciudadanía, sino al Estado: doblegar, neutralizar o negociar con los violentos.

    Esa creencia es cómoda pero incompleta. Y aún más: ingenua y falsa. La cultura de la violencia que impera en el país nos contamina a todos. Y si piensan que exagero, basta preguntar: ¿cómo nos tratamos, acaso? ¿Cómo dialogamos? ¿Cómo conducimos? ¿Cómo polemizamos? ¿Por qué son tan elevadas las tasas de violencia doméstica? ¿De género? ¿De maltrato infantil? ¿De abuso intrafamiliar?

    Quizás lo negamos o ignoramos, pero la realidad es que gran parte de la población no solo es víctima de la violencia. Es su reproductora. En diferentes grados y cuotas de responsabilidad, sin duda. Pero la gran violencia nacional no puede existir sin el aporte de esa violencia diaria e individual, así como el narcotráfico requiere de capos y redes complejas, pero también de pequeños consumidores.

    Insisto: es ingenuo suponer que nuestra violencia cesará con la desmovilización de los mayores actores del conflicto. Eso es obviamente necesario. Pero solo es parte del problema y de la solución. Hasta se puede decir que la tajada más grande y valiosa de la problemática es a nivel social y personal. Se necesita pacificar el alma de los colombianos, así suene cursi, y renovar la forma de tratarnos.

    Es urgente eliminar la desconfianza que prevalece entre la ciudadanía, la suspicacia entre compatriotas y la mirada de reojo a quien es visto como enemigo. Por eso debemos cambiar la cultura de la violencia y de la polarización por la cultura de la decencia. En este contexto, se requieren cosas fáciles de menospreciar, pero que son esenciales para construir una sociedad civilizada y democrática: no solo defender el Estado de derecho, elecciones libres, jueces y periodistas independientes, la separación de poderes y contrapesos eficaces y autónomos.

    También hay que promover un nuevo trato entre nosotros, uno basado en la cortesía, dialogar con respeto, reprimir el deseo de insultar y descalificar, intentar entender al otro y, ojalá, la perspectiva desde la cual aquel ve el mundo y forma sus opiniones.

    Lo más sencillo, e inútil, es insultar. Lo más difícil, y constructivo, es escuchar y refutar con altura, debatir desde una posición de permeabilidad, tolerancia y autocrítica. Y lo más fácil es burlarse de todo esto. Acusar a la persona de ser cobarde o tibio porque no comulga con uno de los dos bandos vociferantes. Así les pasó a Gandhi y a Martin Luther King, cuando predicaban la resistencia no violenta. Fueron atacados y ridiculizados hasta por su misma gente. Pero su posición no era cobarde sino valiente. Incluso, la más valiente. Y mucho más eficaz que las tesis de los defensores de la lucha armada, a tal punto que el uno derrocó al imperio más grande del mundo y el otro cambió las relaciones sociales y raciales en su país.

    Para reformar el mundo, ellos nos enseñaron, hay que ampliar la mente y ejercer la tolerancia. Y vernos como somos: compatriotas y hermanos. No enemigos.
    Como dijo Frank Zappa: la mente humana es como un paracaídas. Solo sirve si está abierta.

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