Antioquia está cruzando una línea peligrosa: la de acostumbrarse a contar muertos. Cuando un departamento supera los mil homicidios en un año y buena parte de esos crímenes se concentran en el Oriente y el Suroeste, no estamos frente a un problema coyuntural, sino ante el síntoma más claro de un Estado que ha renunciado a mandar en todo su territorio. A fuerza de escuchar cifras, comunicados y ruedas de prensa, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: cada asesinato es una derrota de la autoridad legítima y una victoria de quienes pretenden suplantarla por la vía de las armas.
Lo que hoy se vive en subregiones como el Oriente, que hasta hace poco se vendía como vitrina de progreso, turismo y calidad de vida, es un espejo incómodo de la incoherencia nacional. En los discursos se habla de paz, pero en los territorios la gente se acuesta con miedo, calcula a qué hora puede salir, qué carretera es más segura y hasta dónde puede opinar sin ponerse una diana en la espalda. No se trata solo de homicidios: son masacres, amenazas, desplazamientos silenciosos y una sociabilidad cada vez más controlada por estructuras criminales que imponen normas, horarios y silencios.
Parte de esta tragedia tiene responsables políticos. No por acción directa, sino por omisión, ambigüedad y cobardía. Durante años se ha construido un relato donde la Fuerza Pública aparece casi como un problema y no como la herramienta legítima del Estado para proteger a los ciudadanos. Se ha confundido el deber institucional de la fuerza pública, con una permanente sospecha sobre quienes se juegan la vida en el terreno. Mientras tanto, los verdaderos responsables de la violencia —las organizaciones criminales, las disidencias, las estructuras que se lucran del narcotráfico, la extorsión y la minería ilegal— han leído esa ambivalencia como una invitación a avanzar unos kilómetros más.
Antioquia es hoy laboratorio de esa renuncia. No solo concentra una proporción altísima de masacres del país, sino que se ha convertido en un escenario donde las disputas entre grupos armados se resuelven a balazos en corregimientos y veredas que el resto del país apenas conoce por el mapa. Cada masacre en el Suroeste, cada asesinato en el Oriente, cada líder silenciado en el Norte o en el Bajo Cauca son mensajes que llevan años repitiéndose: si el Estado no reclama el territorio, alguien más lo hará.
Frente a esto, hay algo que resulta especialmente indignante: la burocratización de la tragedia. A la violencia se le responde con comités, a las masacres con comunicados, a los homicidios con cifras comparadas contra el año anterior, como si el debate fuera contable y no moral. Se anuncian refuerzos de pie de fuerza que duran lo que dura el escándalo en medios, se instalan Puestos de Mando Unificado que funcionan como escenografía y se promete “presencia integral del Estado” en zonas donde, pasada la contingencia, lo único que vuelve de manera permanente es el miedo.
La pregunta de fondo es incómoda, pero inevitable: ¿cuánta sangre más se necesita para que la defensa de la vida y la recuperación del territorio se conviertan en prioridad real de la política nacional, y no en un párrafo de rutina en los programas de gobierno? ¿Cuántos líderes asesinados, cuántos jóvenes reclutados, cuántos comerciantes extorsionados se requieren para admitir que la llamada “seguridad humana” o “paz total” no puede ser solo un concepto bonito mientras se entregan espacios al crimen organizado?
Antioquia no pide milagros, exige algo mucho más elemental: que el Estado tenga el coraje de comportarse como Estado. Eso significa recuperar sin vergüenza el lenguaje de la autoridad, asumir que la protección de la vida de la gente honesta está por encima de cualquier cálculo ideológico y reconocer que la convivencia no se negocia con quienes han hecho de la violencia su forma de existencia. Significa también dejar de administrar la crisis con tecnicismos y aceptar que lo que está en juego no es una estadística, sino el tipo de país en el que queremos vivir.
Antioquia es hoy una advertencia. Si la sociedad se resigna, si la dirigencia sigue mirando para otro lado o refugiándose en eufemismos, el departamento que alguna vez se vio a sí mismo como ejemplo de empuje terminará siendo, otra vez, el símbolo de un país que permitió que el miedo tuviera más poder que la ley. Todavía estamos a tiempo de evitarlo, pero ese tiempo se mide en vidas, no en periodos de gobierno.




