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    (ESPECIAL) «El Uribe que yo conozco»: Capítulo 25, por María Elena Uribe Sierra

    IFMNOTICIAS.COM publica con autorización el capítulo 25 del libro «El Uribe que yo conozco», una obra de compilación de la senadora Paola Holguín y del representante Juan Espinal, en el que se presentan diferentes testimonios sobre la vida e historia del expresidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez.

    Los 29 capítulos de esta obra fueron escritos por diferentes personalidades de la vida pública nacional e internacional que conocen al expresidente Uribe. En él, usted puede encontrar anécdotas, historias, relatos y episodios inéditos.

    En esta entrega del libro «El Uribe que yo conozco», usted podrá leer el capítulo 25 titulado «Mi sobrino Álvaro», escrito por la tía del presidente Uribe, María Elena Uribe Sierra. A continuación, se transcribe el texto mencionado:

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    MI SOBRINO ÁLVARO

    Por: María Elena Uribe Sierra, Tía del presidente Uribe.

    Me acerqué al enorme retrovisor de “Fifí”, mi escarabajo, para delinear mis labios. No pude evitar mirar a mi sobrino que estaba sentadito en la banca de atrás. Lo llevaba de “candelero”, para atestiguar mi inocencia durante los paseos de fin de semana. Impecable, bien peinado y siempre atento, me sorprendió mirándolo por el espejo, asintió como pidiendo permiso y en segundos arrancó a recitar, con tono “veintejuliero”, una extensa proclama de Gaitán, cuyo asesinato aún conmovía a nuestra Colombia.

    Treinta minutos después seguía entonado, sin perder inspiración. Tenía siete años y había memorizado decenas de discursos de los héroes de la patria, cuyos retratos adornaban las paredes de La Pradera, su finca de infancia, en Salgar, Antioquia. Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Alberto Lleras Camargo y Alfonso López Pumarejo eran sus héroes.

    Mi novio, hoy mi compañero de vida, le preguntó: “Álvaro, ¿por qué te gustan estos discursos?”; y él respondió, con una seguridad impropia de su edad: “porque voy a ser presidente”.

    De ahí en adelante siempre le oí decir lo mismo: “Voy a ser presidente”. Su memoria, poco a poco, se volvía formidable; y su espíritu se enriquecía no sólo repasando los textos políticos. Álvaro recitaba desde niño; se sumergía en la obra de Jorge Robledo Ortiz, con ese estilo “montañero” que muchos le conocemos, pero era capaz de interpretar con nostalgia y frustración por el olvido, La parábola del retorno, de Barba Jacob. La oí de él, de Laura y de cada uno de mis sobrinos. Se me escapan las lágrimas cuando recuerdo estos versos:

    “…Señora, buenos días; señor, muy buenos días,

    y adiós… Sí, es esta granja la que fue de Ricard,

    y éste es el viejo huerto de avenidas umbrías

    que tuvo un sauce, un roble, zuribios y pomar,

    y un pobre jardincillo de tréboles y acacias…”

    Soy la Tía Nena, como me bautizó Álvaro, y estos son algunos recuerdos que llevo en el alma.

    Álvaro nació el 4 de julio de 1952, en los últimos años de una bonanza cafetera que trajo un sentimiento de optimismo y un ambiente de prosperidad desconocido para quienes vivían en el campo. Sus abuelos y su padre eran cafeteros y celebraron en grande la llegada del primogénito. Álvaro nació en Medellín en la Santa Ana, la mejor clínica de la ciudad y su ajuar fue comprado en Estados Unidos, lujos que la familia se permitió por única vez en la vida.

    Mi papá se sentía tan orgulloso de su nieto que hizo estampar la foto del bebé en la parte de atrás de quinientos espejitos de bolsillo, de esos que los señores usaban para peinarse y las señoras para empolvarse la nariz, y se los regaló a todos sus amigos.

    Recuerdo que al mirar la foto en ese espejito pensé: es como un niño Jesús. Álvaro era un bebé hermoso, no tengo palabras para describirlo. Yo tenía 12 años y llegué a conocerlo a la clínica acompañada por todas mis amigas. Me sentía feliz de ser tía. Mis amigas se enamoraron del bebé, se convirtieron en sus tías por derecho, con los años en sus admiradoras, luego en fanáticas y ahora en “furibistas”, de esas que no resisten sino elogios para su sobrino.

    Los años de infancia de Álvaro, fueron mis años de adolescencia. Amaba ir a La Pradera, la finca cafetera donde vivían Alberto y Laura con Álvaro y donde nacieron sus cuatro hermanos. Los rituales de aquellos días están impresos en mi memoria como una hermosa película que reproduzco con facilidad. Éramos felices.

    En vacaciones nos levantábamos a las siete pasadas, haciéndole trampa al gallo y a las gallinas de corral que nos querían hacer madrugar. Alberto, mi hermano, se esforzaba en una crianza casi espartana. Trabajar, trabajar y trabajar era su lema. Instruía a Álvaro en los oficios del campo; el ordeño, la limpieza de los corrales, alimentar a los animales, recoger los huevos, cuidar los frutales.

    Imposible olvidar las grandes cabalgatas en las que se juntaban hasta cincuenta personas de las fincas vecinas. Montar a caballo era extremo como dirían mis nietos. Íbamos a galope, pasábamos quebradas, rodeábamos caminos hechos sólo para las mulas. Pero montar a caballo no sólo era divertido, era necesario para vivir en el campo. Álvaro iba a la escuela todos los días en su mula y llevaba a Jaime su hermano atrás, “a lomo”. También bajaba al pueblo e iba a otras fincas a hacer los “mandados” de la casa.

    Unos días antes de escribir estas líneas busqué los viejos álbumes familiares para refrescar la memoria. Noté algo que llamó mi atención: todos los bebés de la familia aparecen montando “La Ilusión y la Caranga”, la mula y la yegua en las que todos aprendimos a montar. Esa “crianza a caballo” nos hizo desarrollar dos rasgos familiares en común, muy difíciles de ocultar: un profundo amor por los equinos; y unas piernas marcadamente combadas, de las cuales prefiero no hablar.

    Aunque tengo presentes una que otra travesura -como que los niños se escapaban a las secadoras de café a desparramar los granos, y que cuando los traje a Medellín y conocieron las escaleras eléctricas del almacén Caravana casi no los bajo de allí-, nunca vi a Álvaro haciendo diabluras. Quisiera recordar alguna para otorgarle un carácter más infantil, pero ha sido una búsqueda infructuosa. Era un niño juicioso, excelente estudiante, aplicado, ayudaba en todo, estaba pendiente de sus hermanos menores y atendía sin conato de rebeldía la crianza disciplinada de su papá.

    Álvaro no era un niño viejo, no podemos confundir las buenas formas con la falta de espíritu. Le encantaban los deportes, se preciaba de ser un buen arquero jugando al fútbol, tenía amigos en todas partes y desde chiquito era un enamorado de las mujeres. En su juventud tuvo que aprender muchos poemas y fortalecer otros encantos, porque era un “tronco” bailando. En el apogeo de la televisión, de los programas musicales, de las grandes orquestas, salones de baile y fiestas de quince, no saber bailar era imperdonable. Creo sin temor a equivocarme que Álvaro se quedó con ganas de menearse con un buen Merecumbé.

    Álvaro era feliz con sus primos y visitaba con frecuencia a su abuelo “Papatín”, como le llamaban con cariño; un hombre generoso y amable, con 21 hermanos, acostumbrado y obligado a la abundancia. Recuerdo las enormes ollas, las charlas alegres y afanadas de las mujeres en la cocina, los comedores infinitos y una veintena de niños sentados a la mesa. El respeto por los mayores lo aprendió allí, en esta gran familia. Y también la devoción. Todos me recordaron que “Papatín” rezaba el rosario con sus nietos en el corredor de la finca, con apenas la luz de los últimos arreboles del atardecer.

    Álvaro tenía ansias de saber y creció en el ambiente ideal para lograrlo. Mi papá, “Chis”, como Álvaro le decía, amaba la música y era un lector consumado; podía describir cómo era París de memoria, sin haberlo conocido. Alberto, su papá, era un autodidacta fascinante que sabía de todo; podía pasar de la política a los negocios y luego a la literatura con una facilidad asombrosa. Y Laura, su mamá, fue una de las primeras mujeres que desde el Concejo de Salgar luchó por el derecho al voto femenino que, finalmente, llegaría unos años más tarde.

    Aprendí a leer de verdad en el seno de esta familia. El tesoro de la juventud, es el libro que me transporta a aquellas tardes de tertulia en las que no todo era literatura: las conversaciones acerca de la histórica violencia bipartidista, el Frente Nacional y la política en general, eran temas que definieron los ideales de los jóvenes que, como Álvaro -desde sus quince años- se aventuraron a hacer política.

    A esa edad, Álvaro trabajaba en Mesacé, con “Don Juan”, como siempre le ha dicho a mi marido. Limpiaba, vendía, se echaba al hombro la mercancía y la llevaba a la casa de los clientes; era incansable y cuando podía, se trepaba a una mesa y ensayaba un discurso que estaba preparando para sus encuentros juveniles.

    Pasaban los años. Mientras su talento para la política aumentaba, la economía familiar pasaba por un gran período de vacas flacas. Álvaro se propuso generar recursos para ayudar. Y allí, la cultura emprendedora afloró a través de una idea innovadora: creó “Quesos Yeya”, en el garaje de “Yeya”, su abuela; con una receta guardada por años en la familia. Lo novedoso era que el proceso de maduración se llevaba a cabo en “jíqueras” que les daban a los quesos forma de piña.

    Cuando ya era un político en ciernes y estaba rodeado de cientos de amigos, copartidarios y jóvenes liberales entusiastas, la concurrida carrera setenta de Medellín vio surgir otro emprendimiento de Álvaro: “El Gran Banano”: banano helado cubierto de chocolate, una fórmula sencilla -secreta hasta el día de hoy-, pero muy exitosa.

    La jornada de Álvaro por aquellos tiempos era tan intensa como la de hoy: de día, se encargaba de la producción de bananos helados para su negocio; de noche estudiaba dos carreras, Derecho y Economía; hacía política y sacaba tiempo para el amor. Recuerdo la noche en que me presentó a Lina, en sus palabras: “la cubanita más hermosa, la mujer de mi vida”.

    Y así fue, ese día comenzó la época más importante de su vida.

    Fin del capítulo.

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