Colombia atraviesa hoy su propia Semana Santa, su propio viacrucis institucional, social y económico. Desde aquel 7 de agosto de 2022, cuando comenzó el gobierno de Gustavo Petro, la Nación ha sido sometida a una serie de episodios que configuran una verdadera Pasión Nacional: estaciones de incertidumbre, caídas y negaciones, azotes de improvisación, y una corona de espinas tejida con discursos incendiarios y políticas regresivas.
Lo que en otras latitudes tomó años, aquí se ha precipitado con una velocidad pasmosa. El espejo de Venezuela ya no es una advertencia, es un guion replicado. En menos de dos años, Colombia ha visto cómo se desmantelan pilares que le tomó décadas levantar. El caso de Ecopetrol es simbólico: una empresa que alguna vez fue orgullo nacional, hoy devaluada en su imagen y en su acción, en una trayectoria inquietantemente parecida a la que sufrió PDVSA en el vecino país.
Pero quizá el viacrucis más doloroso es el del sistema de salud. En nombre de una reforma sin consenso, se ha debilitado un modelo que, aunque imperfecto, brindaba atención a millones. Hoy, el desabastecimiento de medicamentos, la cancelación de citas, la incertidumbre en las clínicas y hospitales, no son simples fallas administrativas: son atentados contra la vida. Se muere por desidia, se enferma por ideología.
En paralelo, la infraestructura nacional está paralizada por la desconfianza. Las vías no avanzan, los proyectos estratégicos se congelan, y con ellos se detiene el progreso de las regiones. La estatización, como fórmula única, se impone sin diálogo ni análisis técnico, incluso en terrenos tan sensibles como la educación y la niñez.
A esta procesión de errores se suma una nueva cruz: el bloqueo sistemático a alcaldes y gobernadores que no comulgan con la línea del Ejecutivo. En vez de gobernar para todos el gobierno lo hace solo para los suyos, castigando presupuestalmente a regiones enteras que eligieron liderazgos distintos. Se sabotean convenios, se retienen recursos, se ignoran proyectos. La política se convierte en revancha, y con ello, quienes pierden no son los políticos, sino los ciudadanos.
Y todo ello se alimenta de un discurso sistemático de odio y división, promovido desde la más alta instancia del poder. Un discurso que no llama al perdón ni al encuentro, sino al enfrentamiento, a la estigmatización del que piensa distinto, a la exclusión del que discrepa. En estos días santos, resulta aún más evidente la distancia abismal entre esa retórica y el mensaje de Jesucristo, quien predicó el amor al prójimo, la reconciliación, la paz y el perdón. El país no necesita más odio, necesita compasión y grandeza espiritual.
Pretender arrebatarles a los padres la patria potestad sobre los hijos no es solo un acto político, es una afrenta a la familia, núcleo esencial de toda sociedad. No hay verdadera transformación que florezca sobre el control ideológico de las conciencias, especialmente las más jóvenes.
Colombia hoy carga su cruz. Pero como en toda Semana Santa, hay también esperanza: la del despertar ciudadano, la del debate democrático, la del poder de las instituciones que aún resisten. Que este tiempo de reflexión sirva para mirar de frente el momento que vivimos, para identificar con claridad los clavos que hoy hieren a la nación y para preparar, con determinación y responsabilidad, un camino hacia la resurrección del país que se necesita y merecemos.