A raíz de dos episodios ocurridos esta semana, quisiera en estas líneas proponer una reflexión. El primero tuvo lugar en el Congreso, cuando la representante Lina Garrido -con voz firme y datos en la manos- replicó desde su curul el discurso oficial del gobierno del “cambio”. Lo hizo con valentía, pero también con humildad. “Me equivoqué votando por Petro”, Fue clara, contundente y honesta al reconocer, que ella había caído en las mentiras “de la política del amor” Lo decía con un mea culpa sincero, sabiendo que su voz no era aislada, sino reflejo de ese 70% de colombianos que hoy rechazan el modelo del señor que, desde Palacio, nos gobierna.
La conversación pública se desvió: no del contenido, sino del mensajero. Muchos aplaudieron el coraje, pero otros la lapidaron por ser “una conversa”, como si la lucidez no valiera nada si no llega a tiempo o como si no alcanzara la generosidad para ver el reconocimiento del error como semilla de la rectificación, sobre todo, en momentos tan delicados como los que enfrenta este país.
El segundo suceso se dio en nuestro espacio de LibreMente, cuando invitamos a Abelardo de la Espriella. Dijimos -y lo reitero- que es una voz interesante en el tablero político: sin ambigüedades frente al peligro del petrismo, leal al legado de la seguridad democrática, articulado, chispeante, y defensor acérrimo de los valores republicanos. Y otra vez, las redes y el whatsapp ardieron. Que cómo podíamos destacar a un “radical”, que éramos “muy de derechas”, que eso era “arrinconar al centro”. Críticas por ambos lados, en una batalla inútil que no entiende el momento ni la urgencia.
Y es que no se trata hoy de estilos, ni de estéticas discursivas, ni de escuelas ideológicas. Lo que está en juego no es un matiz: es la continuidad o el quiebre de la República. Es si esta sociedad sobrevive con reglas, instituciones y futuro, o si sucumbe ante el populismo de subsistencia, la polarización clientelista y la degradación institucional.
Por eso, como lo ha hecho con sabiduría el expresidente Uribe en sus Mesas Democráticas, debemos abrir la puerta a todos los que se planten firmes en defensa de los valores esenciales. Que hable el que convenza. Que participe el que inspire. Que sume el que pueda arrastrar. Y que lo haga sin que le exijamos certificados de pureza partidista, ni pruebas de moderación, como si esta fuera una cofradía moralista y no una cruzada por el futuro. Colombia no está para esteticismos políticos. Está para soluciones, liderazgo y temple.
La democracia no se defiende sola. Necesita de todos. De los que alzan la voz en la plaza, y de los que susurran argumentos en los medios. De los que saben debatir con cifras, y de los que emocionan con palabras. Necesitamos convocar a los descreídos, a los nuevos votantes, a los que han sentido que nadie les habla. Y para eso hay que ser grandes. Más grandes que el ego. Más grandes que los prejuicios. Más grandes que nuestra preferencia por la forma sobre el fondo.
No podemos seguir atacándonos entre quienes compartimos lo esencial: la defensa de la libertad, de la propiedad, del imperio de la ley, de la separación de poderes, del mérito, del emprendimiento, de la educación que forma ciudadanos y no activistas. Porque esta vez, necesitamos ganar. No por la vanidad de vencer, sino por la urgencia de salvar. Lo que está en juego no es un cargo, ni una coalición: es el país, es la República, son nuestros hijos y nuestros nietos.
Como dijo Álvaro Gómez Hurtado, ese liberal clásico que nos enseñó a pensar con altura: “La Patria no se salva sola: hay que salvarla”. Y para salvarla, hay que callar por un momento nuestras vanidades, nuestras etiquetas, nuestras banderas personales, y entender que hay algo más grande: la salud moral y democrática de Colombia.
Porque esta vez, más que nunca, no podemos perder.