miércoles, noviembre 19, 2025
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(OPINIÓN) Los bombardeos no cambiaron: cuando la política recluta odio, los grupos armados reclutan niños. Por: Santiago Valencia

Cuando tumbaron a Guillermo Botero por el bombardeo en Caquetá donde fallecieron menores de edad, muchos sintieron que al fin la oposición le había cobrado al gobierno de turno su indolencia. Pero detrás de esa escena había algo más: una estrategia cuidadosamente diseñada para llenar de rabia y odio a los colombianos, para instalar la idea de que el Estado era un asesino de niños y que los únicos “defensores de la vida” eran quienes hoy están en el poder.

Pasaron los años. El discurso les funcionó, ganaron la presidencia sobre esa narrativa y hoy se enfrentan exactamente al mismo dilema, pero desde el Palacio de Nariño: un bombardeo contra las disidencias de las FARC en Guaviare, menores muertos, la Defensoría y la ONU pidiendo explicaciones, sectores de izquierda indignados… y Gustavo Petro tratando de justificar lo que antes condenaba sin matices.

La escena es casi idéntica, pero los papeles están invertidos. Y ahí es donde aparece la verdadera tragedia: la doble moral.

Durante años, la oposición de entonces, hoy gobierno, convirtió cada bombardeo en un linchamiento público. No discutían si el objetivo era legítimo, si se estaba atacando un campamento de un grupo armado, si la operación cumplía con el Derecho Internacional Humanitario. No. Lo importante era la narrativa: “el Estado mata niños”, “el gobierno bombardea menores”, “el régimen criminaliza la juventud pobre”.

Ese discurso caló hondo. No solo debilitó la legitimidad de la Fuerza Pública; envió un mensaje perverso a los grupos armados: si ustedes llenan los campamentos de menores, si los ponen en primera línea como escudos humanos, serán políticamente intocables.

Y eso fue exactamente lo que pasó.

La ONU y la Defensoría del Pueblo vienen alertando sobre el aumento del reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por parte de grupos armados ilegales. El informe del Secretario General sobre niños y conflictos armados mantiene a Colombia en la lista de países donde se cometen violaciones graves contra menores, incluida su vinculación forzada a las hostilidades.

La Defensoría registró un aumento sostenido del reclutamiento forzado: casos que se multiplican en Cauca, Nariño, Chocó y el Catatumbo, regiones donde la presencia del Estado es débil y la expansión criminal es profunda. Y en los reportes más recientes, la misma Defensoría insiste en algo clave: el reclutamiento de menores es un crimen de guerra.

Es decir: mientras ciertos sectores se llenaban la boca hablando de “niños bombardeados por el Estado”, los grupos ilegales aprovechaban para multiplicar el uso de menores en sus filas. No era una consecuencia imprevisible; era casi obvia. Si cada vez que el Estado opera se arma un escándalo por la presencia de menores, la “solución” para los criminales es clara: reclutar más menores, mezclarlos con los combatientes, convertirlos en escudos humanos.

Hoy, cuando un bombardeo contra el campamento de un cabecilla como Iván Mordisco deja menores muertos, el país vuelve a estremecerse. La Defensoría pide suspender los bombardeos, la ONU recuerda que hay que proteger a los menores, y Petro intenta explicar que si se suspenden las operaciones aéreas se incentiva aún más el reclutamiento.

¿No era eso lo que se le decía desde hace años, cuando él mismo lideraba las acusaciones contra los gobiernos anteriores?

Aquí está el punto de fondo: la incoherencia del gobierno no solo es moral, también es peligrosa.

Cuando estaban en oposición, promovieron una lectura maniquea: bombardeo = crimen del Estado.
Hoy, ya en el poder, necesitan explicar que “los objetivos son campamentos de grupos armados organizados”, que “los menores allí presentes han sido reclutados y utilizados ilegalmente”, que “la Fuerza Pública debe cumplir los principios de distinción, necesidad y proporcionalidad del DIH”, y que “la responsabilidad originaria por esas muertes está en quienes reclutan y ponen a los niños en medio de la guerra”.

Es exactamente lo que antes se negaban a reconocer.

La verdad es incómoda, pero sencilla: los bombardeos, cuando se planifican y ejecutan conforme al Derecho Internacional Humanitario, son una herramienta legítima del Estado para proteger a la población y debilitar estructuras criminales. No son un capricho ni un acto de barbarie automática; son una decisión trágica, pero a veces necesaria, en un país donde los grupos armados siguen teniendo capacidad de fuego, control territorial y economías ilegales.

El crimen imperdonable es reclutar a un niño, no neutralizar un campamento armado. Y el responsable moral y penal de la muerte de esos menores es, ante todo, quien los llevó a la guerra, no quien, cumpliendo la ley y los tratados internacionales, ataca un objetivo militar legítimo.

Eso no exonera al Estado de revisar cada operación, de mejorar la inteligencia, de extremar las precauciones, de informar con transparencia y de ofrecer verdad y reparación a las familias. Pero sí obliga a poner el foco donde corresponde: en los reclutadores, no en los soldados que cumplen su deber.

Por eso, por más rabia que genere este gobierno, la crítica no puede ser que haya bombardeos.

El próximo gobierno, si quiere de verdad recuperar la seguridad, tendrá que usar todas las herramientas legítimas a su alcance: inteligencia, presencia territorial, cooperación internacional, desmantelamiento de economías ilegales, operación de fuerza en tierra… y también bombardeos, cuando sean necesarios y proporcionados. Renunciar a ellos por cálculo político o miedo al trending topic sería condenar a más colombianos a quedar en manos de quienes secuestran, reclutan y asesinan.

Lo que sí hay que exigirle al gobierno actual, y al que venga, es coherencia: “si en el pasado se defendió la acción legítima de la Fuerza Pública, no se puede hoy demonizarla solo porque el presidente se llama Petro”; “si en el pasado se hizo campaña acusando al Estado de asesinar niños, hoy no se puede pedir comprensión porque las cosas son más complejas de lo que parecen”; “si se reconoce que el reclutamiento es un crimen de guerra, entonces la prioridad deben ser políticas serias de prevención, protección y justicia contra los reclutadores”.

Eso implica ir a la raíz: fortalecer el ICBF, las rutas de protección, la presencia integral del Estado en los territorios, y al mismo tiempo construir capacidades reales para investigar, juzgar y condenar a quienes reclutan y utilizan menores. No discursos, no fotos en la tarima, resultados.

La incoherencia no es solo un problema ético; es un riesgo para la vida. Porque cuando la política convierte a la Fuerza Pública en villano y a los criminales en víctimas, el mensaje que reciben los grupos armados es claro: sigan reclutando, sigan usando niños como escudos, que la culpa siempre será del Estado.

Ese es el legado más oscuro de la doble moral. Y ese es el error que no podemos repetir.

La defensa de la vida y de los niños no se hace cancelando la capacidad de fuego del Estado, sino rompiendo el negocio del reclutamiento, persiguiendo a los responsables y usando con firmeza, y con límites claros, todo el poder legítimo que la Constitución le entrega a la República para proteger a sus ciudadanos.

Critiquemos al gobierno Petro por su incoherencia, por la forma en que manipuló el dolor de las víctimas para llegar al poder y ahora se contradice frente a los mismos hechos. Pero no caigamos en la trampa de debilitar, otra vez, la capacidad del Estado para enfrentar a los grupos armados.

Porque si algo nos enseñan estos años es que “cuando la política se deja llevar por el odio y la hipocresía, los que terminan pagando el precio no son los ministros ni los presidentes”, son, una vez más, los niños que nunca debieron estar en la guerra.

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