En el foro de precandidatos presidenciales del Centro Democrático sobre seguridad, que se llevó a cabo en Bogotá el pasado 30 de noviembre, expresé la necesidad de entender la seguridad y la justicia como un binomio inseparable. Un país donde el índice de impunidad supera el 90%, es caldo de cultivo para toda forma de violencia y delincuencia, porque todo crimen es de cálculo costo – beneficio.
Por eso, me preocupa la nueva propuesta de reforma a la justicia (Ley 284 de 2024) del Gobierno Petro y de las Cortes, que al cierre de esta columna estaba cursando segundo debate en Plenaria del Senado. Si bien es plausible que la iniciativa tenga por objeto perfeccionar el modelo acusatorio implementado en el País mediante la Ley 906 de 2004, y más aún que se pretenda promover la emisión temprana de decisiones judiciales, ello no puede hacerse a costa de promover espacios de impunidad.
La impunidad representa un fenómeno derivado del desconocimiento por parte del Estado de su deber de investigar y sancionar oportuna y apropiadamente los comportamientos ilícitos; dicha obligación no puede reducirse al mero aseguramiento de la reparación del daño a las víctimas de determinados delitos, por “insignificantes” que pudieran llegar a ser. De considerarlos así, el Estado debería promover su despenalización, para convertirlos en asunto del derecho policivo, no del penal; pero claro, no resultaría políticamente correcto siquiera insinuarlo.
No encuentro justificación alguna para que se posibilite la extinción de la acción penal en relación con comportamientos tan socialmente lesivos como el hurto en todas sus modalidades, salvo cuando se ejerza violencia contra las personas, y la estafa; y mucho menos contra todos autores y partícipes, cuando cualquiera de ellos indemnice integralmente.
En Colombia, el hurto es un delito que ha estado creciendo exponencialmente en los últimos años; según cifras del Ministerio de Defensa, el hurto a personas pasó de 61.442 casos en 2010 a 208.037 en 2020 y llegó a 391.023 en 2023; igual sucede con el hurto a vehículos, el cual pasó de 21.457 casos en 2010 a 36.444 en 2020 y a 53.302 el año anterior, y las cifras del hurto a residencia en los mismos años fueron: 17.439, 33.657 y 35.701, respectivamente.
Además, preocupa que el proyecto abra la posibilidad para acceder a rebajas de penas hasta la mitad, vía celebración de preacuerdos o negociaciones a responsables de terrorismo, financiación del terrorismo, secuestro extorsivo, extorsión y conexos.
Así, aunque se mantiene la prohibición de subrogados penales a responsables de delitos como terrorismo y su financiación, terminan abriendo una puerta trasera que sin duda es contraria a la tradición de Colombia frente a este flagelo transnacional y a los compromisos adquiridos internacionalmente para luchar contra el mismo.
Recordemos que nuestro País es signatario de la Convención Interamericana contra el Terrorismo de la OEA (Ley 898 de 2004) y el Convenio Internacional para la Represión a la Financiación del Terrorismo (Ley 808 de 2003); además, participamos activamente en el Comité Interamericano contra el Terrorismo (CICTE), el Foro Global de Lucha contra el Terrorismo y el Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica.
No me cabe la menor duda que esta iniciativa desequilibra aún más, a favor de los intereses de los criminales la relación costo – beneficio de infringir la Ley; además, despoja de su valor disuasivo y retributivo al derecho penal.
Es tan descabellado el populismo punitivo, como pretender bajar las cifras de delitos redefiniéndolos o reducir la impunidad eludiendo la responsabilidad del Estado de investigar y sancionar, quedando a expensas de la “buena voluntad” de los bandidos.