Si usted es de los que se molesta por todo y critica porque las personas no piensan de acuerdo a sus expectativas o creencias, le recomiendo encarecidamente no seguir leyendo. Lo que sigue es una reflexión incómoda sobre la facilidad con la que señalamos y la dificultad con la que comprendemos.
La polémica reciente que rodea a Luis Díaz, futbolista colombiano, ha desbordado las redes y las conversaciones en cada rincón del territorio nacional. La ausencia de Díaz en las honras fúnebres de su compañero de equipo, Diogo Jota, y el hermano de este, ha generado una ola de críticas y juicios despiadados. Mientras casi toda la plantilla del Liverpool se reunía en Gondomar para despedir a los hermanos portugueses, Díaz se encontraba en Colombia, inmerso en compromisos con patrocinadores e influencers. Las imágenes del jugador en actitud festiva, bailando y sonriendo, circularon como pólvora, avivando la indignación nacional.
En Colombia, la reacción pública fue visceral. El contraste entre el dolor en Liverpool y la aparente despreocupación de Díaz resultaba insoportable para muchos. Se recordó cómo Jota había sido un pilar fundamental para Díaz desde su llegada al club, ofreciéndole apoyo incondicional, incluso en momentos tan dolorosos como el secuestro de su padre, dedicándole un gesto conmovedor en el campo. Resulta curioso que los medios aliados al Liverpool no se hayan pronunciado al respecto, mientras que la mayoría de las críticas han surgido desde este lado del continente.
Y es aquí donde me asaltan varias preguntas incómodas ¿Acaso Luis Díaz solo sabe recibir, pero no dar? ¿Somos realmente conscientes del delicado equilibrio entre dar y recibir en las relaciones humanas? Si usted ya domina este concepto, tal vez sea hora de dejar de leer, porque lo que viene podría molestarle aún más.
¿Es que Luis Díaz tenía la obligación ineludible de estar en el sepelio de su amigo? ¿Es nuestra exigencia que las personas actúen según lo que nosotros consideramos «lo correcto»? Recuerdo a uno de mis mejores amigos. No estuvo en el funeral de su abuela, a quien amaba profundamente y a quien le agradecía su crianza y educación. Cuando lo llamé para ofrecerle mis condolencias, supuse que estaría en la sala de velación. Para mi sorpresa, me dijo que estaba trabajando en ese preciso momento. Me detuve a pensar si quizás esa era su manera de afrontar el dolor que lo embargaba, su única forma de abrazar la pena era no estar básicamente allí donde yacía su amada abuela.
Nuestras creencias, tradiciones y formas de expresar los sentimientos no son las únicas ni las universales. Debemos cultivar el entendimiento, la comprensión y la empatía hacia los demás. A veces, un desagravio duele más a quien no lo recibió que a aquel a quien iba dirigida la expresión. Es imperativo respetar las elecciones de los demás y comprender que sus expectativas y formas de vivir y pensar no tienen por qué ser las nuestras. Al final, ¿quiénes somos nosotros para dictar cómo se debe sentir o actuar ante el dolor ajeno?