sábado, noviembre 22, 2025
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(OPINIÓN) El Armero que llevas a diario. Por: César Bedoya

Existe una frase potente y lapidaria del filósofo George Santayana que resuena como una verdad incómoda: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». Si bien esta reflexión fue concebida para la historia de las naciones, su legado se siente con brutalidad en la historia de tragedias como la de Armero en 1985. Cuarenta años después del desastre provocado por el Nevado del Ruiz, es doloroso recordar que la tragedia no fue un evento único; hechos similares y devastadores ya habían recorrido ese mismo valle en 1595 y 1845, costando cientos de vidas. Estos antecedentes históricos eran un mapa claro del riesgo, pero el pueblo y sus líderes eligieron no verlo, y el resultado fue la repetición catastrófica del pasado.

La vida, con sus advertencias y consecuencias, actúa constantemente como una maestra sabia. El problema no está en su enseñanza, sino en nuestra terquedad como aprendices. ¿Cuántas tragedias en Colombia, como las inundaciones recurrentes, ocurren año tras año en los mismos municipios ribereños? Vemos con impotencia cómo las temporadas de lluvia reclaman sus tierras, llevándose casas, animales y sueños. Sin embargo, al volver la calma, la gente regresa, siembra y reconstruye exactamente en el mismo lugar que el río volverá a reclamar. Esta pasividad ante una evidencia histórica no es solo una falla logística, es un profundo problema humano de resistencia al cambio.

No estoy hablando realmente de cosechas, ríos o geografía. Estoy hablando de la relación que tenemos con nuestras elecciones cotidianas. La dinámica de Armero y las inundaciones repetidas son metáforas perfectas de cómo abordamos nuestra vida personal. Si te niegas a moverte, si evitas hacer cambios internos o externos necesarios, la vida, o la propia existencia, se encargará de moverte y cambiarte por obligación, generalmente con un costo alto. La existencia exige movimiento, fluidez y evolución, pero nos quedamos quietos, paralizados por el miedo al apego, la comodidad de lo conocido o nuestras creencias limitantes.

La gente, irónicamente, prefiere aferrarse a lo que le causa daño antes que moverse. Preferimos entregar nuestro valioso tiempo y paz mental antes que emprender la incómoda ruta del cambio. Es aquí donde surgen nuestras «tragedias personales», esos sucesos catastróficos que llamamos desgracias, pero que en realidad son el resultado directo de errores que elegimos repetir una y otra vez.

Piensa, por ejemplo, en la espiral de endeudamiento que persigue a tantos. Usted se endeuda mes a mes por aparentar un nivel de vida que no tiene, lo cual ya le ha causado ansiedad y problemas familiares en el pasado. Sabe que la solución es recortar gastos y vivir según sus posibilidades, pero elige repetir el patrón de gasto impulsivo. O considere el caso de las relaciones personales: una y otra vez permite injusticias o maltratos por no establecer límites claros, y se sorprende cuando la persona cruza la línea nuevamente. La tragedia, en este caso, no es un lahar, sino el derrumbe de su propia paz mental y estabilidad financiera o emocional.

Santayana argumenta que la memoria histórica y el aprendizaje son esenciales para la razón. Olvidar el pasado es renunciar a la inteligencia. A nivel personal, esto significa que debemos detenernos a analizar las causas y consecuencias de nuestros propios fracasos. Si cada ruptura o cada crisis financiera se debe a los mismos factores (falta de comunicación, irresponsabilidad, miedo a decir no), la razón nos obliga a usar esa dolorosa experiencia para ordenar y mejorar el futuro. No podemos pretender el progreso si caemos en el ciclo vicioso de la inacción y la repetición.

Cuarenta años después de la erupción que arrasó con Armero, la lección sigue tan vigente como el lodo que cubrió el valle. La memoria, tanto colectiva como individual, no es solo una obligación moral; es un requisito práctico de la inteligencia para vivir una vida más plena y racional. Pregúntese hoy: ¿Cuáles son las inundaciones o lahares personales que elijo repetir en mi vida? Y más importante aún, ¿qué pequeña, pero decisiva, acción haré hoy para moverme de ese valle de riesgo y construir un futuro más seguro en terreno firme? La única condena es la inoperancia.

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