El pobre no es pobre porque quiere ¿A quién se le ocurre semejante crueldad? ¿Quién, en su sano juicio, querría nacer en la escasez, caminar entre escombros, ver a su madre trabajar hasta el agotamiento para apenas sobrevivir? Nadie elige eso. Pero más peligroso aún es insinuar que el pobre está condenado a seguir siéndolo mientras no existan las políticas públicas adecuadas, la red institucional correcta o la arquitectura estatal habilitante. Esa afirmación termina anulando la posibilidad misma de la libertad. Le dice al individuo: “Espera. Todavía no puedes. Ya vendrá quien te habilite.”
Por supuesto que las barreras existen. Por supuesto que hay dolor, exclusión, abandono. No se trata de negarlo, ni de moralizar la escasez como si fuera virtud. Pero la historia de la humanidad no se ha movido por esperar condiciones ideales, sino por la obstinación de quienes decidieron actuar a pesar de ellas.
Nos han enseñado a creer que fue el Estado el que trajo el progreso. Pero la historia los contradice. Antes de que existieran ministerios, reglamentos, protocolos o sistemas de bienestar, ya existía el impulso humano por superarse. Ya había comercio, herramientas, familias, migraciones, contratos, acuerdos, mercados espontáneos. El fuego se domesticó sin plan nacional de energía. Las ruedas se inventaron sin incentivos fiscales. El progreso no fue diseñado. Fue descubierto, perseguido, construido por ensayo y error, a punta de deseo, necesidad y creatividad. Fue cuando ese impulso empezó a dar frutos que el poder estatal apareció.
Romantizar el mérito puede ser ingenuo. Pero criminalizarlo es peor. Porque significa que el esfuerzo solo es legítimo si todos llegan. Que el mérito solo es importante si es estadísticamente universal. Y eso equivale a decir que nadie debe destacar mientras otros no puedan, ¿Queremos realmente una sociedad así? ¿Una en la que el éxito personal debe ser silenciado por respeto al fracaso? ¿Una en la que el ejemplo de superación se convierte en injusticia moral? Eso es sofocar el alma humana en nombre de una falsa igualdad.
Nos dicen: “Dejen de vender esperanza como si fuera solución”. Y entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿La resignación decorosa? ¿El victimismo institucionalizado? ¿La espera infinita del diseño perfecto? La esperanza no es la solución. Pero es el inicio de toda solución. Es el grito que rompe el silencio del determinismo. Es la llama que encendió al que escribió su primer libro desde el suelo, al que cruzó la frontera con una idea, al que vendió la primera empanada en un semáforo sin saber de Excel. La esperanza no promete. Provoca. No asegura. Empuja. Y cuando viene acompañada de responsabilidad, se convierte en el acto más poderoso de una persona libre.
El ser humano no es un proyecto incompleto esperando una política pública para desplegarse. Es un agente moral, falible, imperfecto, pero capaz de actuar. Y cada vez que decimos “no todos pueden”, debemos tener cuidado: no con la estadística, sino con el alma. Porque si en nombre de la realidad cancelamos la posibilidad, estamos construyendo una cárcel con barrotes de buenas intenciones.
La libertad no es el resultado de un diseño bien hecho. Es el resultado de un corazón bien decidido. Y si bien no todos lo lograrán negar la posibilidad de intentarlo sin pedir permiso es más cruel que cualquier fracaso. Caminar desde atrás sigue siendo caminar. Y nadie debe esperar a que le emparejen la cancha para dar el primer paso.