jueves, noviembre 20, 2025
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(OPINIÓN) Complicidad de los asesinos viales. Por: César Bedoya


Vuelve la indignación y nos hierve la sangre, y no es para menos. Hace solo unos días, la indolencia volvió a vestirse de carrocería enlutando un hogar entero en el barrio Santa Rita, en el sur de Bogotá. Once personas, cuatro de ellas niños, arrolladas por un taxista, supuestamente un prestador de servicio público, que conducía ebrio y a velocidad de la muerte. La escena fue aterradora, sí, pero a muchos nos revolvió las tripas, esa sensación de que esa tragedia pudo haberse evitado, porque el dolor que sentimos hoy es el precio de una pregunta que grita al vacío: ¿Dónde estaba el control?

El conductor, que debería haber sido el garante de la vida en la vía, no era un novato irresponsable, sino un reincidente profesional. Este «asesino vial», como bien podemos llamarle, arrastra un prontuario de más de diez comparendos: exceso de velocidad, parqueo indebido y, lo más grave, reincidencia por conducir en estado de embriaguez.

Diez infracciones son diez alarmas que se encendieron y que el sistema, cómplice silencioso, decidió ignorar. ¿Acaso las infracciones son solo kilómetros que se acumulan en un expediente muerto, sin consecuencias reales para la licencia de quien las comete?
¿Dónde están las autoridades de tránsito y transporte? ¿Dónde están los que tienen la obligación legal de ejercer el control? Cuando la Ley 1696 de 2013 se promulgó, nos vendieron la esperanza de que su severidad—con multas millonarias y cancelación de licencias—iba a disuadir al irresponsable.

Sin embargo, las cifras nos abofetean: 4.111 pruebas positivas por alcoholemia solo en los primeros nueve meses del año reciente. Es decir, miles de bombas de tiempo rodando por nuestras calles. La ley existe, sí, pero parece ser solo una letra muerta cuando se trata de aplicarla de manera efectiva y preventiva contra el reincidente.

El dedo acusador no puede apuntar solo al conductor. Es hora de señalar a las entidades que permitieron que este hombre siguiera al volante. ¿Cómo es posible que un conductor con un largo historial de embriaguez y velocidad conserve la licencia? El Estado, las autoridades, las empresas de transporte público que le permitieron operar y los propietarios de los vehículos tienen una responsabilidad ineludible. Son ellos, con su negligencia, quienes le otorgan el permiso de matar a un conductor que ya ha demostrado su desprecio por la vida ajena.

Esta no es una cuestión de un simple error; es un acto criminal revestido de una arrogancia inaceptable. Es la cultura del «macho» inconsciente, ese que se cree invulnerable, que asume que «no le va a pasar nada», y que se sienta al volante con alcohol en la sangre, arrebatando vidas, sueños y familias enteras. El vehículo se convierte en un arma letal, y cada vez que permitimos que uno de estos reincidentes siga conduciendo, nos hacemos cómplices del próximo titular de prensa que lamentará una muerte innecesaria.

La indignación se transforma en un miedo tangible cada vez que un familiar sale de casa. ¿A quién le tocará mañana? ¿A mi hijo que va al colegio, a mi padre que cruza la calle, a mi amigo que espera un bus? Vamos a seguir viendo cómo nuestros seres queridos mueren en las vías, a causa de la inconsciencia de unos pocos y la pasividad cómplice de las instituciones. No podemos resignarnos a vivir bajo la sombra de esta amenaza constante.
Basta de excusas y paños de agua tibia.

La responsabilidad no es solo del que bebe y conduce; es compartida por cada autoridad que no cancela esa licencia, por cada empresa que no vigila a su personal y por cada dueño de vehículo que ignora el prontuario de quien lo maneja. Se debe exigir control real, consecuencias inmediatas y la cancelación de por vida de las licencias de quienes hacen de la infracción una residencia. La vida de nuestros compatriotas no es negociable, y la impunidad debe terminar hoy.

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