Colombia vive uno de los momentos más delicados de su historia democrática reciente. Cada día que pasa, se hace más evidente una crisis institucional que no puede ser minimizada ni disfrazada con retórica.
El país observa, entre la perplejidad y la alarma, el comportamiento errático del presidente Gustavo Petro, cuyas alocuciones públicas se han convertido en motivo de inquietud nacional.
Lo que en sus primeros años fueron apariciones confusas o discursos disonantes, hoy parecen síntomas de un deterioro constante. A los excesos verbales, se suman mensajes en redes sociales cargados de errores, desvaríos y una preocupante desconexión con la realidad. A ello se añade una peligrosa tendencia a estigmatizar a la oposición, ofender a
empresarios, insultar a los medios de comunicación y lanzar afirmaciones sin fundamento alguno.
¿Se trata acaso de una incapacidad permanente, como lo contempla el artículo 194 de la Constitución y el artículo 313 de la Ley 5.ª de 1992? ¿Es momento de que el Senado de la República valore, con base en el procedimiento legal existente, la conformación de una junta médica de la más alta calidad científica que evalúe la condición del Presidente? No sé
Se trata de un acto golpista, si no de una vía legítima que prevé la Constitución cuando la salud del jefe de Estado afecta la conducción del país.
Al margen de esta discusión jurídica e institucional, lo que no admite discusión es el grado de degradación del debate público. Las formas en las que el Presidente se ha referido a congresistas, magistrados, ministros y periodistas son inadmisibles en cualquier democracia funcional. No puede ser que, desde el atril presidencial, se normalicen los insultos, el lenguaje soez, los señalamientos racistas y las acusaciones sin juicio. El ejercicio del poder exige compostura, mesura y respeto por el disenso.
Esta descomposición del lenguaje no es inofensiva. Contribuye a un clima de polarización extrema, en el que se impone el odio sobre la argumentación, la grosería sobre la razón, y el señalamiento sobre la verdad. El debate de las ideas ha sido reemplazado por el escándalo y la descalificación. Y lo más grave: esto ocurre en vísperas de unas
elecciones presidenciales que podrían decidir el futuro mismo de nuestra
democracia.
La cuenta regresiva hacia 2026 inicia con un país fragmentado, instituciones debilitadas y una creciente presencia de actores armados que amenazan la transparencia del proceso electoral. A esto se suma la posibilidad de infiltración de dinero ilegal en las campañas, en medio de una legislación frágil, una Fiscalía dividida y una débil capacidad estatal
para auditar la financiación política.
Blindar las elecciones no es una opción técnica, es una prioridad nacional. Debemos exigir reglas claras, supervisión independiente, transparencia total y un compromiso real de todas las fuerzas políticas para qué las armas y el dinero sucio no decidan quién gobernará a Colombia. No podemos permitir que el futuro del país se negocie en mesas oscuras, ni
que los pactos con estructuras criminales marquen la hoja de ruta del
próximo gobierno.
Hoy, más que nunca, necesitamos una ciudadanía alerta, una prensa libre, y unas instituciones capaces de actuar con firmeza ante lo evidente. El país no puede seguir anestesiado por la cotidianidad del absurdo. No puede resignarse a la idea de que todo vale. No puede callar frente a la amenaza de que la democracia se nos escape de las manos.
Colombia no está condenada. Pero sí está advertida. Es momento de abrir los ojos y tomar decisiones. Antes de que sea demasiado tarde.