Con una indignación que raya en la ironía, el exalcalde de Medellín, Daniel Quintero Calle, reapareció en escena con una “carta abierta” al presidente del Congreso, Efraín Cepeda, en la que lanzó sin escrúpulos un ataque contra la institucionalidad, cuestionó la ética de los congresistas y se erige, sin sonrojarse, como «defensor de la democracia». Todo esto mientras carga sobre sus hombros una imputación oficial de la Fiscalía por presuntos delitos de peculado por apropiación en favor de terceros y prevaricato por acción, derivados del escandaloso caso de Aguas Vivas.
Resulta, como mínimo, curioso —y en verdad cínico— que quien enfrenta un proceso judicial por presunta corrupción y que tiene más de 40 exfuncionarios y contratistas de su administración imputados, sea el mismo que hoy pontifica sobre la dignidad del poder público. “Es el colmo del cinismo”, escribió Quintero dirigiéndose a Cepeda, acusando al Congreso de ser verdugo histórico de la democracia. Lo dice sin rastro de autocrítica, como si su paso por la alcaldía de Medellín no estuviera marcado por múltiples cuestionamientos éticos, investigaciones y una destitución temporal por intervención indebida en política.
Quintero arremetió contra la rama legislativa, tildándola de corrupta, clientelista y ausente, y afirmó que “el periodo de este Congreso llegó a su fin”, proponiendo una consulta popular como el primer paso para lo que llama un “reseteo profundo”. Palabras mayores para alguien que sigue bajo el escrutinio judicial, pero que parece convencido de tener el mandato moral para cerrar instituciones y refundar la República. ¿Democracia?
Mientras tanto, la carta de Efraín Cepeda —criticable o no en su contenido— intenta defender la separación de poderes frente a las presiones gubernamentales. “Somos los guardianes de la democracia”, afirmó el presidente del Senado, al advertir sobre los riesgos de coacción al poder legislativo por medio de intimidaciones, revocatorias y movilizaciones con tintes bélicos. La respuesta de Quintero no fue una invitación al diálogo, sino una amenaza velada: “la consulta será un plebiscito contra el Congreso”.
El escenario es preocupante. No porque se critique al Congreso —institución que sin duda necesita una profunda reforma— sino porque las voces que ahora lo señalan con más vehemencia provienen, en algunos casos, de figuras cuyo pasado inmediato no resiste el más básico examen ético.
¿Puede alguien con cargos pendientes por corrupción hablar con autoridad sobre la ética pública? ¿Qué clase de reseteo institucional puede proponer quien se ha valido del poder para beneficiar intereses cercanos, según la Fiscalía?