Tras el atentado al senador y precandidato Miguel Uribe el mensaje que claman los colombianos es claro: el país no puede volver a los años 90.
Lo que le sucedió al senado ha reabierto heridas que muchos colombianos pensaban superadas. Los disparos ocurridos durante un evento público en la localidad de Fontibón, en Bogotá, despertaron comparaciones con los escenarios más oscuros de la historia reciente del país y encendieron una ola de reacciones nacionales e internacionales. Uno de los focos de la controversia ha sido el pronunciamiento de Petro.
A través de su cuenta en X, el jefe de Estado escribió: “Ay Colombia y su violencia eterna. Quieren matar al hijo de una árabe en Bogotá, que ya habían asesinado, y no se debe matar en el corazón del mundo. Matan al hijo y a la madre”.
El presidente aludió directamente a la madre del senador Uribe, la periodista Diana Turbay, asesinada en 1991 durante un operativo de rescate tras ser secuestrada por narcotraficantes.
El mensaje presidencial, lejos de calmar los ánimos, generó múltiples cuestionamientos por el tono empleado, las referencias étnicas y la ausencia de un llamado institucional directo frente a la gravedad de lo ocurrido, pero sobretodo no asume responsabilidad como jefe de Estado. Es un pronunciamiento evasivo y generalista.
Petro añadió en su publicación: “Respeten la vida, esa es la línea roja. Colombia no debe matar a sus hijos, porque ellos también son hijos nuestros. Mafias de la tierra, costras de la humanidad. Que vivan tranquilas las familias árabes que llegaron a Colombia”.
Para varios sectores políticos y sociales, este ataque no puede desligarse de un clima creciente de polarización y agresividad verbal que se ha extendido en el país, particularmente desde el escenario institucional. Voces críticas aseguran que el atentado es resultado directo del ambiente de hostilidad política y división impulsado desde las altas esferas del poder.
La historia de la familia Uribe Turbay también volvió a ser recordada. Diana Turbay, madre del senador, fue secuestrada por narcotraficantes en 1990 con la excusa de una supuesta entrevista con el líder del ELN, Manuel Pérez. En enero de 1991, murió tras ser impactada por tres balas durante un operativo de rescate en Copacabana, Antioquia. El crimen ocurrió en medio de la ofensiva violenta de ‘Los Extraditables’, grupo criminal que presionaba al Estado colombiano para eliminar la extradición hacia Estados Unidos.
Este ataque ocurre en un momento de alta tensión política. Horas antes, Uribe había denunciado “presiones e intimidaciones” contra su equipo en regiones como el Caribe y el Eje Cafetero. Además, anunció que demandaría a los ministros que firmaron un decreto de consulta popular propuesto por Petro, acusándolos de prevaricato. Este contexto ha llevado a algunos sectores de la oposición a sugerir que el atentado podría estar vinculado a la polarización política, aunque las autoridades aún no han establecido los motivos.
El caso de Uribe resalta tanto por su impacto emocional como simbólico. La imagen del senador herido, sostenido por su equipo en medio del pánico, evoca grabaciones del asesinato de Luis Carlos Galán en 1989, un paralelismo que los medios han explotado para captar la atención del público. Sin embargo, el desafío radica en ir más allá del sensacionalismo, analizando las causas estructurales de esta violencia: la falta de garantías de seguridad, la polarización política y la incapacidad del Estado para proteger a sus líderes.
El atentado a Miguel Uribe es un claro reflejo del alarmante deterioro en cuanto al clima político en Colombia y la falta de garantías para llevar a cabo una contienda electoral justa y en paz. La polarización, alimentada por discursos de odio, ha creado un entorno propicio para la violencia política, recordando trágicos episodios de las décadas de los 80 y 90.
Este ataque no solo pone en riesgo la vida de un precandidato, sino que igualmente atenta contra las bases de la democracia colombiana, que busca superar un pasado marcado por el magnicidio, así mismo, da un mensaje para el resto de candidatos que se encuentran en la contienda y le hacen oposición al Gobierno actual.
El Centro Democrático exige “garantías para la vida” de los líderes de oposición, y partidos como el Conservador y el Liberal alertan sobre el riesgo de que la polarización desate una nueva ola de violencia. “Este es el resultado del odio que hoy se propaga desde diferentes sectores en contra de los políticos,” apunta el Partido Conservador en un comunicado.
El exministro de Hacienda, José Manuel Restrepo, alertó sobre lo que calificó como una “peligrosa espiral de violencia política”, evocando las décadas de los años 80 y 90. En entrevista reciente, Restrepo afirmó: «Nuestra democracia no puede ser el odio, el resentimiento y la violencia el camino para construir. Ese camino ya lo vivimos en los 90 y no lo queremos volver a vivir.»
La Defensoría del Pueblo advirtió que «hechos como este constituyen una grave amenaza a los derechos políticos, a la libertad de expresión y a la vida misma, pilares esenciales de toda sociedad democrática».
El atentado, según los primeros informes, recibió al menos seis disparos por parte de un sujeto que lo esperaba a las afueras del evento. El senador fue trasladado inicialmente a la Clínica Medicentro, donde fue intubado, y luego remitido a la Fundación Santa Fe, en el norte de Bogotá, para atención especializada.
La Unidad Nacional de Protección (UNP) inició una investigación para determinar las circunstancias del atentado, mientras que el gobierno de Petro propone un nuevo protocolo de seguridad para la campaña electoral que comenzará en agosto. Analistas advierten que este evento podría cambiar la dinámica de la contienda presidencial y aumentar las demandas de protección para los candidatos.
La investigación continúa y, mientras tanto, el país enfrenta una creciente tensión institucional en medio del proceso electoral y un debate nacional cada vez más marcado por los extremos.