sábado, julio 26, 2025
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Paula Ayala: “La selva es un territorio, un tejido vivo de relaciones que me han hecho falta”

Por: Óscar Jairo González Hernández

¿Cómo se hizo, en qué forma, desde qué obsesión lúcida, en medio de qué sueños elementales, se percibió haciendo está tarea, qué alcance y proyección le da; por qué título el libro “Lágrimas de selva”; por qué las lágrimas, por qué la selva, en qué medida o exceso le son poseídas por usted, como la poseen y la liberan las lágrimas y la selva; qué es escribir poesía en este momento de las revoluciones tecnológicas y por qué, dónde radica su visión de lo que llama “Fragmento de luz”, y su relación con el yo, qué dimensión le da o no, y por qué?

Lágrimas de selva nació como se gesta la lluvia: inesperada, desde algunos lugares que he recorrido. Empezó a ser voz en los ríos secos y en las experiencias. No fue planificado, fue dando lugar a una necesidad urgente, interior, que aparece cuando una ya no puede mirar hacia otro lado. Lo escribí al darme cuenta de que hay caminos que, una vez tomados, no permiten retorno.

Y ese camino, el del llamado progreso, ha sido impuesto como un avance técnico y extractivo que no solo devasta la tierra, sino que también descompone el cuerpo. Empecé a notar que los signos de ese deterioro eran compartidos: lo que se extrae de la tierra se nos arranca también a nosotros. Entonces, trabajar en él se volvió reflexión, pero también una suerte de mística, de búsqueda espiritual, que incomoda, que desgarra, hasta volverse una elegía.

“Lágrimas de selva se fue sedimentando a partir del paisaje como arte, como espacio vital. Para escribirlo, tuve que recorrer a lo existencial como lo haría Blanca Varela, entendiendo que el cuerpo, la memoria, la agonía y la resistencia no están separados: son una sola forma de estar en el mundo. La poesía, en ese sentido, no solo fue lenguaje, fue también movimiento y denuncia, una forma de movilizarse hacia dentro y hacia fuera.

Cada poema tiene un gesto de libertad o, al menos, de su búsqueda (mi búsqueda). Fue también una manera de escapar de la lógica que ordena y somete, y convertir esa huida en canto. Dicen que la poesía puede nombrar lo que está prohibido, lo que duele o ha sido marginado. Y me quedo con una frase que evoca perfectamente el nacimiento de este libro: Gloria Anzaldúa dijo que la poesía es el arte de crear sentido en el caos. Eso es, para mí, una forma de resistencia cultural frente a un sistema que niega la complejidad que nos habita.”

Hubo un tiempo pudo haber ocurrido en otro plano de la existencia en el que empecé a soñar cosas que no tenían explicación lógica. Soñaba que pertenecía a una tierra que no podía ubicar en un mapa, pero que sentía mía como si la hubiera habitado, con los pies descalzos y el cuerpo cubierto de barro. Desde entonces, escribir poesía se convirtió en una forma de escuchar y tener mejor percepción de la justificación de lo sensible, y determinar su alcance en la composición de su fenómeno. Diría que los sueños más elementales en los que me dejé arrastrar para escribir fue la sensación de estar habitada por lo indecible. Pero un encuentro de infancia que logró perdurar en el tiempo y darle voz a Lágrimas de selva.

La proyección de la obra podría quedarse encapsulada en la conciencia sin acción, en una especie de vacío tibio o acercarnos a la mitología del “algún día”. Me preocupa la memoria, el lenguaje, la modernidad como cárcel, como imposición de un sistema ajeno a la cosmogonía de los pueblos originarios. Los pueblos no son atrasados: son sabios, y esto comprende que el progreso no es lineal ni universal: es una narrativa interesada que muchas veces ignora el equilibrio entre cuerpo, tierra y espíritu.

Desde una mirada poético-política puede convertirse en una herramienta de descolonización sensorial y simbólica. El lenguaje tiene un territorio y unos saberes que continúan enfilados como soldados que van a la guerra; por tal motivo reflexionar sobre el cuerpo como molde de esa misma colonización es volver la mirada hacia esas fronteras de imposición: formas de sentir, de mirar el cuerpo, de entender la naturaleza y definir qué es válido y qué no lo es.

El sentido del título Lágrimas de selva interpela lo simbólico: la selva, como organismo vivo, sufre, sangra, llora. Estas lágrimas son consecuencia de siglos de explotación, colonialismo (la conquista y explotación del territorio). Hasta nuestra forma de pensar y actuar han tenido esa misma connotación. Hay un tipo de llanto que no siempre se puede explicar. Una lágrima que nace por no salir a tomar el sol, por vivir encerrados en edificios donde el firmamento apenas se divisa desde una ventana. Una lágrima que se arrastra desde la memoria de haber sido desarraigados.

Incluso quienes buscamos esos momentos haciendo senderismo, escapando a las montañas el fin de semana, asomándonos al balcón como si de allí viniera la salvación lo hacemos porque el cuerpo, de algún modo, lo pide. Porque algo en nosotros reconoce que el aire de un apartamento no basta. Que el hormigón nos separa, nos seca, nos vuelve inertes. La selva es un lugar donde aún laten los saberes ancestrales. Para muchos pueblos originarios de América Latina, la selva es madre: provee alimento, cura y enseña. Selva es lo que he sentido en estos tiempos de silencio, de reclamar “propósito” de volver a los relatos de mis abuelos que perdí con el tiempo y la distancia.

Para mí la selva es ir detrás de las huellas de los que caminaron antes y hace parte del alma colectiva. La selva es un viaje visual, una fotografía donde los gigantes yacen vencidos. La selva sigue siendo ese otro tiempo, no se deja traducir del todo. Particularmente leer poesía, escribir poesía, en lugares selváticos o históricos se ha vuelto un privilegio. En un viaje anterior por la ruta del sol experimenté sin saberlo, mucho después de revelaciones que allí hubo hallazgos arqueológicos de los indígenas chimilas: cementerios que fueron afectados por las obras realizadas en el tramo vial Valledupar-Bosconia en el que fueron encontrados restos óseos y fragmentos de diversos artefactos líticos y cerámicos ¿cómo pude sentirlo sin haber tenido esa información? Fue algo que me pregunté por días y meses y así fue como se introdujo la palabra “selva” en mi cabeza.

Pude personificarla (la utilidad de la prosopopeya) caracterizar su cualidad, sus raíces. Las lágrimas por la selva no me pertenecen del todo: vienen de una tristeza ancestral, de algo que me atraviesa hace muchos años. La selva la comparo con una “casa” así como podría meditarse desde la reflexión poética y filosófica de Gaston Bachelard; para él, la casa es una extensión del alma, un nido donde los recuerdos se depositan como capas de polvo sobre un mueble.

La selva es un territorio, un tejido vivo de relaciones que me han hecho falta: la protección, la familia. Bachelard decía que la casa protege al soñador, que guarda nuestros ensueños y permite que la imaginación florezca. La selva, sin embargo, no protege en el sentido doméstico: sacude, revela, pone al cuerpo en tensión con lo sagrado y lo salvaje. Puede ser esto último mi delirio. Escribir poesía en tiempos de pantalla es, ya de por sí, un acto de rebeldía.

¿Acaso la poesía no lo ha sido siempre? Ahora ChatGPT escribe versos: con simples instrucciones, la inteligencia artificial construye textos. Pero, ¿es capaz de escribir un buen poema? Mi respuesta es no. Le falta alma, una grieta, una experiencia encarnada, una contradicción viva. Y eso al menos por ahora no lo puede vivir una máquina.

La inteligencia artificial imita la forma del poema, su ritmo, su tono; puede replicar metáforas, aprender estilos, copiar recursos, ensamblar versos con destreza. Pero le falta verdad emocional. Puede ser una amenaza, un juego, incluso una herramienta. Lo que no puede es quitarle al poeta lo que lo hace poeta: la creatividad humana y la conciencia.

Mi visión de lo que llamo Fragmento de luz es una chispa de revelación en medio de lo herido: el yo, lo que yace bajo los escombros, incluso una muerte cercana como en Sangre en la tierra del norte. Los fragmentos de luz funcionan como símbolos de lucidez, una forma poética de resistir al apagamiento. No puedo entrar en los detalles de esa muerte; era muy pequeña cuando ocurrió.

Saber del aplastamiento de una vida, de lo vivo, es llevar en la memoria rostros que ya no habitan esta tierra. Ese apagamiento es una herida abierta. La luz es incompleta porque no podemos ver el todo. Porque la vida, el cuerpo y la tierra están llenos de fisuras, de heridas que aún supuran. ¿Hay tristezas que deben sanarse cantándolas? Sí. Algunas penas no se superan: se habitan.

Cuando algo ha sido impuesto, negado o silenciado, la poesía no repara el mundo, pero lo revela. Por eso entra allí donde el lenguaje cotidiano se rompe. Vivimos tiempos rotos. Y, sin embargo, seguimos caminando entre fragmentos de luz, con el pulso de lo que aún somos… o de lo que aún podemos ser.

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