En Colombia hemos normalizado la servidumbre voluntaria. Nos acostumbramos a que el Estado confisque nuestro patrimonio a punta de impuestos y lo aceptamos como paisaje. Incluso cuando un político se atreve a proponer eliminar un tributo injusto, lo justifica con razones técnicas como que “no recauda mucho”, y no con la verdad de fondo: que todo impuesto es, en esencia, una expropiación forzosa del fruto de nuestro trabajo. Esa claudicación intelectual es la muestra más clara de que el debate sobre impuestos en Colombia dejó de ser moral para reducirse a cálculos fiscales. Y cuando la filosofía desaparece, la libertad se desvanece.
Un impuesto no es otra cosa que la transferencia obligatoria de una parte de la propiedad de un individuo hacia el Estado. Y como la propiedad es fruto del trabajo, cada impuesto equivale a un porcentaje de horas de trabajo forzadas para terceros. El filósofo Robert Nozick lo explicaba con un ejemplo: si trabajas ocho horas y el Estado se queda con 20% de tus ingresos, entonces has trabajado 1,6 horas exclusivamente para el Estado sin tener certeza de si recibirás algo.
Los impuestos solo se justifican cuando financian el deber esencial del Estado: proteger la vida, la libertad y la propiedad. Son el precio de vivir en sociedad, pero solo si la sociedad cumple con lo que promete. Cuando el Estado falla en garantizar esos mínimos -y en Colombia falla en los tres- los impuestos dejan de ser un pago justo y se convierten en una estafa. Aquí vale la pena recordar al economista francés Claude-Frédéric Bastiat: cuando la ley, que debería protegernos del saqueo, se convierte ella misma en instrumento de saqueo, ya no vivimos en una república de ciudadanos libres, sino en una maquinaria de rapiña institucionalizada. Si se nos obliga a pagar impuestos para sostener una burocracia ineficiente, clientelista y corrupta, entonces el mal llamado contrato social se rompe de manera unilateral y lo que queda es solo despojo con apariencia de legalidad.
Lo más grave no es que el Estado confisque, sino que nosotros lo aceptemos como si fuera natural. Étienne de La Boétie lo llamó la “servidumbre voluntaria”: pueblos enteros que, pudiendo ser libres, se acostumbran a vivir encadenados. En Colombia hemos perdido la capacidad de indignarnos ante lo confiscatorio. Nos parece normal que el éxito sea castigado y el ahorro sea desincentivado. Y así se instala un círculo vicioso: un Estado que roba legitimado por ciudadanos resignados. El resultado es un país donde la riqueza huye, la inversión se desploma y los jóvenes prefieren emigrar antes que ser tributados como esclavos modernos. Quien celebra esta esclavitud fiscal, aun sin saberlo, legitima la pobreza, el estancamiento y la fuga de talento que hoy nos desangra.
La discusión sobre impuestos en Colombia no puede seguir siendo solo fiscalista. Es filosófica y moral. Porque mientras sigamos midiendo los impuestos en puntos de recaudo y no en horas de libertad robada, seguiremos atrapados en la servidumbre voluntaria que nos impide prosperar. Cuando el Estado no cumple con proteger vida, propiedad y libertad, todo impuesto se convierte en un robo legalizado. Y eso, en cualquier idioma y en cualquier época, se llama injusticia.