El pecado original de Colombia no ha sido simplemente la violencia. Ha sido algo más hondo, más oscuro, más persistente: nuestra histórica tolerancia con la violencia política. Más que la maldita tentación de ejercerla, ha sido y sigue siendo la maldita tentación de justificarla, de comprenderla, de perdonarla… como si tuviera excusas, como si la sangre derramada pudiera ser parte de un proyecto político legítimo.
Ese es nuestro verdadero estigma: no el hecho de haber vivido violencias —todas las naciones lo han hecho—, sino no haber sabido aún cómo superarlas. Algunas lograron redimirse. Nosotros seguimos atrapados.
O somos capaces de superar ese pecado fundacional, o no tendremos destino como nación.
¿Será entonces “la violencia”, a secas?
No. La violencia en sí misma no es lo que nos condena. Lo que nos condena es haberla normalizado, haberla vuelto parte del paisaje político. Colombia no necesita otra revolución. Lo que necesita es una redención.
Redención de la tentación a pactar con los violentos. Redención de la cobardía de los partidos que, por cálculo o por culpa, han terminado arrodillados ante quienes jamás han tenido la intención de abandonar las armas, solo de cambiar su camuflaje. Redención de la hipocresía nacional que le hace concesiones a los verdugos y regaña a las víctimas por no ser más comprensivas.
Ya es hora —de una vez por todas— de levantarnos como sociedad y decidir que no pactamos más con los que hacen de la violencia su oficio, su empresa, su brujería. Porque eso es lo que han hecho: una brujería que convierte la sangre en votos, la impunidad en poder, el crimen en narrativa heroica.
Hemos llegado a extremos que en cualquier democracia serían impensables. Lo de Medellín no fue solo una foto. Fue una notificación al país de que el Pacto Histórico ha decidido sustituir el Estado de Derecho por la gobernanza criminal. La llamada “Paz Total” no es otra cosa que la rendición total del Estado.
¿Y por qué lo permitieron los partidos? Quizás porque todos, en algún momento, han caído en ese pecado. El Liberal y el Conservador. El M-19, del que vengo. El Partido Comunista, que aún hoy no oculta su obsesión por la lucha violenta. Todos han tenido su cuota de culpa.
Pero esto tiene que parar. Y tiene que parar ya.
Los demócratas debemos hacer un pacto. No con los violentos, no con los criminales: entre nosotros. Un pacto de no justificar jamás, bajo ninguna circunstancia, ningún tipo de violencia política. Un compromiso de no perdonar jamás el uso del crimen como herramienta de poder.
Debimos haberlo sellado desde 1991. Porque desde la Constitución de 1991 —la más generosa, la más incluyente, la más pactada de nuestra historia—, ya no hay justificación posible para la violencia política. Desde entonces, toda violencia ha sido delito puro. No hay causa que la salve. No hay ideología que la excuse.
Y menos aún, podemos seguir justificando la violencia cometida desde el poder. Sí, también ha habido corrupción, represión, crímenes desde las instituciones. Pero desde 1991, el país cambió. Ya no hay excusas. Ya no hay guerra civil. Solo hay quienes eligen traicionar la Constitución para enriquecerse o perpetuarse.
Y lo digo yo, que fui parte del M-19. Que empuñé las armas en nombre de un ideal y después entendí que la verdadera valentía no es la guerra, sino la paz. La guerra, con sus pequeñas gestas, es apenas una sombra al lado del heroísmo silencioso de los ciudadanos que salen cada día a trabajar, a construir, a resistir con dignidad.
No más banderas de guerra. No más memorias idealizadas de hazañas armadas. No más discursos cobardes de quienes nunca pelearon, pero hoy claman sangre desde un micrófono. Los que claman ahora, muchas veces fueron los que se escondieron cuando hubo que dar la cara.
Hoy se habla de unidad entre los demócratas. Y tienen razón.
Pero la unidad debe tener un propósito moral: la redención de Colombia de su pecado original.
Ni una justificación más. Ni un perdón más. No a la violencia como forma de hacer política. No a la corrupción como método de gobernar. No al chantaje criminal disfrazado de acuerdo nacional.
Y esa redención empieza por cumplir el mandamiento constitucional del Juicio Político.
Porque el Juicio Político es la manera de decirle al país: no más impunidad para el gobernante violento, no más concesiones al poder delincuente.
El Juicio Político a Gustavo Petro no es una vendetta. Es la forma constitucional, legítima y pacífica de detener el avance de la criminalidad en el poder.
Es, ni más ni menos, el comienzo de nuestra redención.