Le dije NO a la conciliación de la reforma laboral. Lo hice con convicción, con respeto, pero también con profunda preocupación. Porque mientras en el Capitolio se votan reformas, en las calles, en los barrios, en las veredas, hay miles de colombianos que se levantan cada día a sostener el empleo con las uñas. A ellos, esta reforma no los protege: los pone en riesgo.
No soy ajeno al dolor del que pierde su trabajo. He defendido siempre que el empleo digno es el camino para transformar vidas. Pero también sé, porque lo he visto en cada recorrido por Antioquia y otras regiones, que no hay empleo sin empresa. Y esta reforma, aunque tiene buenas intenciones, castiga al que genera oportunidades, al que emprende, al que se juega su patrimonio para pagar una nómina.
Pienso en don Álvaro, que tiene una pequeña empresa de confecciones en Bello. O en doña Leidy, que abrió una panadería en Caucasia y da trabajo a cinco personas. Con esta reforma, ambos tendrían que cerrar. Y no por falta de ganas, sino porque las cargas laborales se les volverían impagables.
No podemos seguir legislando desde el escritorio sin mirar de frente la realidad de la gente que trabaja. Votar negativamente esta conciliación no fue estar en contra del trabajador, fue estar a favor del empleo sostenible. Fue decir: “sí a los derechos, pero también a las posibilidades reales de cumplirlos”.
Colombia necesita una reforma laboral, sí. Pero una que sea justa, equilibrada, construida con todos los sectores. No una que suene bien en el papel, pero que en la práctica destruya lo que aún se sostiene con esfuerzo.
La forma más abyecta de desmoronar y decincentivar el progreso, es grabar más al que genera puestos de trabajo sin estimular con políticas, estrategias y estímulos económicos. Es una forma indeseada de expropiación en perspectiva.
Yo no le fallo a quienes creen en este país a pesar de todo. A los que arriesgan, a los que no se rinden, a los que generan empleo desde el silencio. Esa es la Colombia que me representa. Por ellos, y voté NO.