viernes, junio 6, 2025
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(OPINIÓN) Venezuela cosechó su ruina. Por: César Bedoya

La indiferencia, la permisividad, la ceguera autoimpuesta; todas esas pequeñas venas que alimentaron el monstruo que hoy devora Venezuela. Uno paga sus propias decisiones, un axioma brutalmente cierto que resuena con una amargura inmensa cuando se observa el calvario venezolano. Quienes en un momento dado entregaron las riendas del país a Hugo Chávez sembraron las semillas de esta miseria. Y lo más desgarrador es que no solo ellos cosechan el fruto amargo; la nación entera se consume en una hoguera que otros encendieron.

La desesperanza se ancla en el alma al contemplar el destino de Venezuela. Volver a ser libre, una quimera que se extiende por décadas, quizás por siempre. Los cubanos, con sus vidas marcadas por la espera de una libertad que nunca se ve llegar, son un espejo cruel. El tiempo pasa, las generaciones se desvanecen, y el régimen se aferra con garras de hierro, inmutable ante el sufrimiento. ¿Qué nos hace pensar que para Venezuela será distinta? La realidad es un golpe seco que ahoga cualquier atisbo de optimismo.

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Cuando la soberanía de un país se desvanece, solo quedan dos caminos, ambos desgarradores: la sumisión asfixiante bajo la bota del régimen o la muerte en la búsqueda de una libertad que parece una fantasía. Nicolás Maduro, con cada acto, con cada elección convertida en farsa, solidifica su poder. La acumulación de 23 gobernaciones y un Parlamento complaciente no son victorias, son eslabones de una cadena que aprieta aún más el cuello de la nación. No hubo sorpresa, solo una predecible y repugnante consolidación del autoritarismo.

La farsa electoral se hizo más evidente que nunca. La eliminación del código QR en las actas, una burla descartada a cualquier pretensión de transparencia dejó claro que no había intención de permitir el control ciudadano. Una fachada, una puesta en escena grotesca que se suma al historial de fraudes en comicios anteriores. Ahora, con gobernadores y una Asamblea Nacional arrodillada, Maduro tiene el camino libre para imponer sus ambiciones totalitarias sin la menor resistencia.

La llamada de María Corina Machado a no votar, en medio de su denuncia de fraude, se diluyó en la desesperanza generalizada. ¿Qué hacer cuando la institucionalidad está secuestrada, cuando el voto se convierte en una herramienta del opresor? La impotencia es palpable, el hartazgo evidente. El llamado a los militares para desobedecer al régimen, aunque sea necesario, resuena como un grito en el desierto, una última y desesperada medida frente a la apatía y el miedo.

El dolor de ver a una nación desangrarse es inmenso, pero más lacerante es la sensación de que, en parte, es una herida autoinfligida. La responsabilidad de los ciudadanos no termina en la urna; se extiende al despertar, al exigir, al no permitir que el veneno del autoritarismo se propague sin resistencia. La crítica, aunque dura, es un lamento por lo perdido, una advertencia de que la indiferencia tiene un precio que no todos están dispuestos a pagar.

Y así, Venezuela se hunde un poco más, mientras la comunidad internacional observa, emite comunicados y lamenta. Pero la verdad es que el destino de un país reside en sus propias manos. Y si esas manos se niegan a luchar o, peor aún, se unen al verdugo, el resultado será este: una nación arrodillada, una libertad aplazada indefinidamente, y el amargo sabor de saber que, en el fondo, las decisiones propias forjaron este trágico presente.

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