Nos han educado para ser autosuficientes e individualistas, por lo que hablar de una red de apoyo a veces pareciera ser contrapuntístico. Nos enseñan desde pequeños que la fortaleza radica en “valernos por nosotros mismos”, en resolverlo todo sin molestar a nadie, como si pedir ayuda fuera un signo de debilidad. Pero la realidad es otra: nadie camina solo. Todos necesitamos, en algún momento, una mano que nos sostenga, una voz que nos oriente o un abrazo que nos recuerde que no estamos solos. La vida misma nos ha enseñado que las conexiones humanas son el reflejo de lo divino en nosotros, pues en la fragilidad compartida, encontramos la fuerza verdadera.
Durante muchos años me repetí a mí misma: “Yo puedo sola”. Me creí “Wonder Woman”, pensando que si no podía con todo, de alguna forma estaba fallando. Me ha costado delegar, y he pensado que si no lo hago todo por mí misma, no vale. Sin embargo, el tiempo me ha enseñado que la verdadera fortaleza no está en la autosuficiencia, sino en reconocer cuándo es necesario y valioso contar con los demás. Y también en comprender que ofrecer acompañamiento es tan esencial como recibirlo. A veces, brindar apoyo significa acompañar sin juicio, escuchar con atención, y, sobre todo, taparse los oídos cuando terceros intentan hablar mal de las personas que amamos. La lealtad, en su sentido más profundo, es lo que fortalece y da sentido a nuestras relaciones más cercanas.
Una red además de estar compuesta por conjunto de personas; es un refugio emocional, un espacio sagrado donde ser vulnerable no nos hace débiles, sino absolutamente humanos. Es un lugar donde las caídas no son vistas como fracasos, sino como momentos de aprendizaje que nos enseñan a elevarnos de nuevo, y donde los logros se celebran con una alegría compartida que refuerza el tejido de nuestra vida. Contar con quienes nos rodean es reconocer que no estamos solos en este viaje.
Es importante, también, saber para qué somos buenos y para qué no lo somos. En una sociedad que nos ha sometido en el error de exigirnos que hay que todo, es esencial aceptar nuestra vulnerabilidad, humanizar nuestras limitaciones y detectar nuestras propias fortalezas. No necesitamos sanearlo todo ni cargar con todo el peso; de hecho, el verdadero crecimiento llega cuando buscamos y encontramos a quienes se complementan con nosotros.
Existen redes para todo: para la amistad, para el trabajo, para la familia. Grupos que escuchan, que permanecen a pesar de la distancia, que no necesitan ser constantes para saber que están allí. Las redes se sienten. Son como hilos invisibles que nos conectan con el universo, recordándonos que todos formamos parte de un todo.
En tiempos de crisis, las conexiones humanas se vuelven esenciales. La incertidumbre económica, social y política que enfrentamos a diario nos afecta a todos, pero es en estos momentos difíciles cuando más necesitamos a las personas dispuestas a caminar con nosotros, a sostenernos, a darnos fuerzas cuando las nuestras se agotan. Las redes de apoyo son las que nos recuerdan que, aunque estemos en la oscuridad, siempre habrá una luz a la que aferrarnos. Y esa luz, muchas veces, llega a través de aquellos que nos acompañan. Sí, los amigos son maravillosos.
Sin embargo, construir estas relaciones requiere algo más que esperar que los demás estén ahí para nosotros. También implica estar dispuestos a ser parte de la vida de los otros. Escuchar, dar tiempo, ofrecer ayuda sin esperar nada a cambio. Ser compañía es un acto de generosidad y empatía que, en un círculo virtuoso, inevitablemente regresa a nosotros cuando más lo necesitamos. En este dar y recibir, encontramos el verdadero propósito de nuestra existencia: ser luz para otros y permitir que otros lo sean para nosotros.
Hoy, más que nunca, necesitamos tejer estas conexiones con intención. Porque la desconexión emocional es una pandemia silenciosa que afecta a nuestra salud mental y a nuestras relaciones. Cuidar de las redes en las que estamos es cuidar de nuestra humanidad, de nuestro ser más profundo. Es apostar por la solidaridad en un mundo que muchas veces privilegia el “sálvese quien pueda”. Al hacerlo, nos acercamos al propósito divino de vivir en comunidad, donde el amor y la empatía son los pilares que nos sostienen.
Así que mi invitación es clara: busca, nutre, sostén y valora las relaciones que te rodean. Agradece a quienes están contigo en las buenas y en las malas, y ofrece ese mismo soporte a los demás. Porque al final del día, son esas conexiones humanas las que nos recuerdan que juntos somos más fuertes.
Y recuerda, un mensaje o una llamada puede ser la salvación de alguien allá afuera.