Es fundamental que esta verdad histórica se cuente y se honre. Que aprendamos de ella para no repetirla. Que esta cifra, 18.677, no vuelva a estar en nuestra historia.
Han sido días paradójicos con respecto a la niñez en Colombia. Por un lado, celebramos que el Congreso aprobara la Ley que prohíbe el matrimonio infantil y las uniones tempranas forzadas, promovida por la representante Jennifer Pedraza, un paso esencial e histórico para proteger a los menores de estas prácticas aberrantes. Al mismo tiempo, se desata un debate público por la canción +57, que trivializa la explotación de niñas en sus letras. Y a esto se suma la imputación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) a seis exmiembros del secretariado de las FARC por crímenes de lesa humanidad y de guerra, incluyendo reclutamiento de menores, tortura y esclavitud sexual. Ya era hora.
La cifra que establece la JEP es escalofriante: 18.677 niños que en lugar de vivir una niñez de aprendizajes y juegos fueron forzados a cargar un fusil, instrumentalizados en un conflicto que no les pertenecía. El horror que la guerra ha causado a estos menores y a sus familias es incalculable: la violencia ha cercenado miles de sueños y apagado la esperanza de varias generaciones que podrían haber trabajado por el desarrollo de nuestro país.
La magistrada Catalina Díaz subrayó el valor de este fallo al señalar que “estas imputaciones no solo buscan justicia, sino que representan el compromiso del Estado por dar voz a las víctimas más vulnerables: los niños”. Hasta ahora, la JEP había enfocado gran parte de sus esfuerzos en los crímenes de los “falsos positivos”, pero esta es la primera imputación que toca directamente a exlíderes de las FARC.
En el caso de los niños indígenas, esta práctica criminal añade otra dimensión trágica. De acuerdo con la JEP, para muchos de ellos el reclutamiento significó abandonar su lengua y tradiciones, enfrentando un proceso de “castellanización” forzada en las filas guerrilleras. Como relató un joven del pueblo Hitnü, las dinámicas de violencia del país han acelerado la extinción de su comunidad, de sus raíces, de su propia cosmogonía. Una realidad dolorosa y una profunda pérdida que se ha ignorado y subestimado por demasiado tiempo.
Que llegue la verdad es un hecho necesario para ayudar al duelo y aliviar, si es posible, el dolor de miles de familias. Sin embargo, y entendiendo que este proceso hace parte de los actos de reparación contemplados en el Acuerdo de Paz de 2016 y que cualquier sanción a los responsables siempre parecerá pequeña, la misión que nos corresponde es ayudar al necesario proceso de sanación, garantizar la no repetición y exigir que se controle, definitivamente, a quienes persisten en estos crímenes de lesa humanidad. Ninguna condena será suficiente.
Es fundamental que esta verdad histórica se cuente y se honre. Que aprendamos de ella para no repetirla. Que esta cifra, 18.677, no vuelva a estar en nuestra historia.
Hoy, más que nunca, debemos recordar que la niñez es sagrada y que ningún niño debería ser arrancado de su familia para convertirse en un guerrero. La Colombia que queremos construir debe abrazar esta lección, recordarla y comprometerse con la paz y el respeto por la infancia. Son niños, no guerreros.