En Colombia pasan tantas cosas al mismo tiempo que corremos el riesgo de perder de vista lo verdaderamente importante. Entre titulares escandalosos, debates inflados y discursos que buscan sembrar miedo o resignación, nos quieren desenfocados. Pero no podemos permitirlo. Estamos atravesando tiempos de confusión, pesimismo y ruido calculado, pero.este no es un país sin salida, ni un pueblo vencido. Lo que enfrentamos exige madurez política, sensatez, claridad, serenidad y convicción. Hay mucho en juego, y lo último que podemos hacer es distraernos.
Nos quieren aturdir. Mientras se habla de reformas que no avanzan, se debilita la confianza institucional y se castiga el pensamiento crítico. Se alzan discursos que normalizan la división, que señalan al que piensa distinto como enemigo y que convierten la esperanza en sospecha. Pero no. Colombia no está condenada al fracaso, y quienes creemos en este país tenemos la responsabilidad de no dejarnos contagiar del discurso del pesimismo ni de las narrativas que nos quieren imponer.
Esto no significa alejarnos de la realidad, ignorarla o hacernos los locos. El país a veces parece en caos, y la democracia está en riesgo. Lo sabemos. Lo sentimos. Pero justo por eso no podemos ceder a la confusión ni a la desconfianza. Nombrar el problema no es rendirse ante él. Al contrario, es el primer paso para enfrentarlo sin perder el rumbo.
Las cortinas de humo están por todas partes. Noticias infladas, escándalos desde el Gobierno diseñados para cambiar la conversación, persecuciones selectivas que pretenden callar a quienes denuncian, manipulación del lenguaje y una estrategia clara: agotar emocionalmente al ciudadano para que baje la guardia. No caigamos.
También se quiere instalar el miedo como método. Intimidar periodistas, líderes de opinión, empresarios, opositores y hasta ciudadanos «de a pie». A veces el miedo no llega como amenaza directa, sino como desconfianza sembrada a diario: ¿vale la pena seguir hablando? ¿sirve de algo resistir? ¿no será más fácil callar? Y ahí está la clave: quieren que bajemos la voz, no porque no tengamos razón, sino porque saben que sí la tenemos.
En medio de ese panorama, la esperanza no puede ser ingenua, pero sí estratégica. La esperanza no es evasión, es resistencia activa. Es saber que construir toma tiempo, pero destruir puede ser cuestión de segundos. Es confiar en que hay más país que gobierno, más ciudadanía que manipulación, más historia por escribir que relatos impuestos desde el poder.
No nos dejemos desconcentrar. No perdamos de vista lo que está en juego. La defensa de la verdad, del trabajo digno, de las libertades, de los valores democráticos. No es tarea de unos pocos. Es una causa colectiva, silenciosa a veces, pero poderosa cuando se activa. Cada decisión cuenta, cada palabra dicha con responsabilidad, cada acción que nos reafirma en lo que creemos.
Esta es una invitación a no perder el foco, a no permitir que el ruido gane el debate, a no regalarle espacio al desánimo. Porque si algo ha demostrado Colombia es que cuando más difícil parece todo, hay una fuerza que resurge. Y esa fuerza no viene del poder, sino del pueblo que no se deja arrebatar la esperanza.