martes, agosto 19, 2025
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(OPINIÓN) Miguel Uribe Londoño: Presidente. Por: Carlos Alonso Lucio

El milagro sí transformó nuestra Nación. La política colombiana ha sido atravesada por un acontecimiento que no pertenece al orden de lo previsible ni de lo calculado. El atentado contra Miguel Uribe Turbay, y los dos meses de vida que Dios le concedió después de haber sido herido de muerte, constituyen mucho más que una página de violencia: son un milagro en el sentido más profundo de la palabra. Un signo que irrumpe, convoca y transforma.

Miguel no murió enseguida. Sobrevivió dos meses. Y en ese tiempo extraordinario, la nación se convirtió en pueblo orante. Familias enteras, iglesias, plazas, colegios y universidades se unieron en una súplica común que trascendió las diferencias políticas, sociales y regionales. El dolor de una familia se volvió dolor nacional, y el amor por un hijo se transformó en amor compartido por todo un país. Miguel se convirtió en el mártir cívico de nuestra sociedad: el joven que, con su agonía, nos enseñó que Colombia no puede seguir normalizando el asesinato político ni la impunidad de sus perpetradores.

Cuando Miguel Uribe Turbay cayó herido, todos nos unimos pidiéndole a Dios el milagro de su vida. Cuando falleció, muchos se preguntaron qué había ocurrido con el milagro, si se había dado o no. La respuesta es clara: sí aconteció. El sueño de Miguel se salvó en el corazón de la nación. Su misión permanece viva y camina hacia la victoria. Una victoria que no es personal ni partidista, sino la salvación misma de la democracia colombiana.

Todo milagro auténtico exige una respuesta. El signo divino no es un espectáculo para la contemplación pasiva: es un llamado para la acción transformadora. Y la conclusión a la que llegó Colombia, entre lágrimas y oraciones, es clara y unánime: en las elecciones de 2026 hay que derrotar a los asesinos de Miguel. Hay que sacar al crimen del poder. Esa es la misión que nos ha sido confiada.

Aquí es donde la historia revela su sentido más profundo. Miguel Uribe Londoño, el padre, no aparece hoy como un político más que decide aspirar a la presidencia de la República. Su llamado trasciende las categorías ordinarias de la ambición política. Lo suyo no es una aspiración: es una misión. Una misión trascendental que nace del milagro-acontecimiento de su hijo y que se inscribe en el destino mismo de la Patria.

Sería un error imperdonable, casi un sacrilegio, reducir este llamado a la lógica mecánica de la política convencional. Como si se tratara de un nombre más que entra a competir en una consulta partidista, o en el juego de coaliciones de siempre. Someter el milagro de Miguel a las rutinas de la mecánica electoral ordinaria sería traicionar su significado más profundo y desperdiciar la oportunidad histórica que el Dios ha puesto en nuestras manos.
Los grandes acontecimientos que marcan el rumbo de las naciones no se someten a votaciones internas ni a consultas menores: se convierten en brújula y en destino. ¿Quién osaría convocar a concurso de méritos para determinar quién debía llevar adelante la misión que encendió Martin Luther King en Montgomery, después de que Rosa Parks se negara a ceder su asiento? Los momentos fundacionales de la historia exigen reconocimiento, no competencia.

Lo mismo ocurrió en Polonia, cuando la visita de Juan Pablo II, con una sola homilía multitudinaria en Varsovia, cambió para siempre el destino político de Europa del Este. Ese acontecimiento no se sometió a la aritmética parlamentaria de un sistema comunista moribundo: se convirtió en un punto de quiebre histórico que abrió paso al movimiento Solidaridad y, finalmente, a la liberación de todo un continente.

Los milagros-acontecimientos poseen esa naturaleza: no caben en las lógicas ordinarias. Obligan a elevar la mirada, a salir del estrecho marco de las rutinas políticas y a reconocer que allí actúa una fuerza que no se puede negociar sin traicionarla, que no se puede reducir sin mancillarla.

Este destino histórico se suma a los atributos y méritos innegables de Miguel Uribe Londoño. No se trata únicamente del padre que toma la antorcha de su hijo: se trata también de un colombiano con formación excepcional, trayectoria impecable y experiencia probada en el servicio público.

Abogado y economista de sólida formación, ha dedicado su vida entera a comprender y a servir al país. Senador de la República, concejal de Bogotá y dirigente gremial de reconocida trayectoria, ha acumulado un conocimiento profundo del Estado y de las complejidades de la vida política nacional. Su voz ha sido siempre firme en la defensa de las instituciones y clara en la búsqueda de consensos democráticos. Es un hombre que, más allá de la tragedia personal que lo marca, posee las credenciales, la madurez y la experiencia necesarias para asumir la misión que la historia le confía. Y cómo no reconocerlo: es también por los dolores personales que lo marcan. Solo una gran persona puede salir fortalecido y dignificado de pruebas tan duras de la vida.

Y ha dado ya una prueba indiscutible de su temple democrático. En las exequias de su hijo, afirmó con claridad meridiana que nunca respondería de la misma manera en que el poder criminal actuó contra su familia. Declaró que toda acción de justicia y de redención política debería darse dentro del marco del orden institucional, sin abrir jamás la puerta a la venganza. Con esas palabras, Miguel Uribe Londoño demostró que no es un hombre de la Ley del Talión, sino de la Constitución de 1991. Esa sola declaración bastaría para acreditar que está preparado para conducir a Colombia en medio de la crisis política y moral que atravesamos.

En esta hora decisiva, el Centro Democrático enfrenta una responsabilidad doble: la de la lealtad y la de la grandeza histórica. Lealtad, porque el milagro-acontecimiento que nos entregó Miguel Uribe Turbay no puede entenderse al margen del partido en el que militaba, del que fue precandidato presidencial, y menos aún sin la figura que marcó el nacimiento de esa colectividad: el expresidente Álvaro Uribe Vélez. La lealtad es aquí un deber moral y político: reconocer que Miguel, su vida y su muerte, se inscriben la historia del Centro Democrático.

Pero la responsabilidad no se agota ahí. Lo que ha sucedido con Miguel desborda por completo los límites de cualquier partido político. El milagro ya no pertenece solo al Centro Democrático: Miguel pertenece a toda Colombia. Su sangre se volvió semilla de unidad nacional. Su agonía se transformó en oración de millones que no militan en colectividad alguna. Su testimonio se convirtió en mandato del pueblo entero.

Es natural que en todo partido político existan tensiones, debates, legítimas aspiraciones y hasta rivalidades saludables. Pero aquí, en este momento extraordinario, esas discusiones palidecen ante la magnitud del acontecimiento. Miguel Uribe Londoño no debe llegar a competir dentro del partido: debe llegar para encarnar el destino histórico de su hijo mártir. Y eso no puede someterse a la lógica de quién gana una encuesta o quién posee mayor organización electoral.

El Centro Democrático tiene, pues, la oportunidad histórica de un acto de grandeza: reconocer que, por encima de los nombres y de las competencias internas, se alza una misión que ya es patrimonio de todos los colombianos. Hacerlo no es perder poder, es marcar huella histórica. No es renunciar a su legado, es proyectarlo en la historia con una fuerza que trasciende generaciones.

No pertenezco al Centro Democrático, pero lo respeto profundamente. Respeto su historia y reconozco a sus dirigentes. María Fernanda Cabal, Paola Holguín, Paloma Valencia y Andrés Guerra son líderes con todos los méritos para aspirar legítimamente a la presidencia de la República. Nadie podría desconocer su trayectoria ni negar su derecho político.

Pero esta vez la historia los convoca a algo distinto y más elevado: no a competir, sino a dar un paso de grandeza que la nación y las generaciones futuras les agradecerán eternamente. No han sido descartados por una selección arbitraria; han sido convocados a una renuncia generosa que será reconocida como testimonio imperecedero de madurez política y amor patrio.

El mismo llamado se extiende a todos los demás sectores políticos. Colombia enfrenta hoy el absurdo histórico de tener más de setenta precandidatos presidenciales. Una cifra que refleja más la fragmentación y la pequeñez de la dirigencia que la altura de visión que exige este momento crucial. Ninguna democracia puede enfrentar una de sus crisis más graves con setenta pretendientes disputándose el protagonismo de una aspiración personal.

Lo que está en juego en 2026 no es una campaña presidencial más. No es un ciclo normal de alternancia democrática en el poder. Lo que está en juego es infinitamente mayor: salvar o perder el acumulado democrático de toda nuestra historia. La democracia colombiana, con todas sus imperfecciones humanas, es el fruto de generaciones enteras que resistieron dictaduras, guerras, violencias y corrupciones. Ese patrimonio sagrado está hoy bajo la amenaza real de ser sometido por quienes han convertido la violencia en proyecto político y el crimen en estrategia sistemática de poder.

Miguel Uribe Turbay, con su vida ejemplar y con su muerte redentora, nos mostró el camino luminoso: unidad nacional contra los enemigos de la democracia. Y esa unidad no puede nacer de un cálculo sencillamente electoral. Debe nacer de la obediencia a un acontecimiento que Dios y la historia nos han puesto en frente como milagro y como oportunidad irrepetible.

Por todo lo anterior, exhortamos con la serenidad de la inteligencia política y con la severidad de la conciencia cívica: Miguel Uribe Londoño no es candidato. Es misión.
No llega a competir. Llega a cumplir.

No viene a sustituir a su hijo. Viene a encarnar su sueño.
Y esa misión sagrada, que nació del milagro de Miguel Uribe Turbay, camina ya hacia la victoria inevitable. Una victoria que no será de un hombre ni de un partido, sino de la democracia misma, redimida y transfigurada en el corazón de la nación colombiana.
La historia nos juzgará por nuestra respuesta a este llamado. Que no se diga jamás que, cuando Dios nos tendió la mano, nosotros la rechazamos por mezquindades políticas o por cálculos electorales de corto aliento.

El milagro ha acontecido. La respuesta nos corresponde.

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