En Medellín, el invierno no es solo una estación: es un espejo. Uno que nos devuelve la imagen de lo que no hicimos, de lo que postergamos, de lo que sabíamos y, sin embargo, dejamos pasar. Llueve y el río se desborda. Llueve y las quebradas se convierten en gritos. Llueve… y pareciera que olvidamos que esta ciudad fue hecha y sigue siendo de agua y de montaña.
Somos una ciudad con 4.217 quebradas y un solo destino: respetar la geografía o sucumbir ante ella. Lo advertimos hace más de una década, cuando desde el Concejo de Medellín impulsamos políticas estructurales para que el desarrollo no fuera enemigo del ambiente.
Fui el creador y proponente de la Política Pública de Educación Ambiental (Acuerdo 2 de 2012), convencido de que la transformación empieza cuando el ciudadano se reconoce como parte del ecosistema. También promoví la sobretasa ambiental, los Comparendos Ambientales, la reglamentación de mesas comunitarias, y la visión de un Parque Central de Antioquia como pulmón verde del desarrollo regional.
Estas acciones sentaron las bases del Cinturón Verde Metropolitano, que sembró más de 21.000 árboles, creó 75 km de senderos ecológicos, reasentó familias y protegió ecosistemas estratégicos. Medellín apostó entonces por contener la expansión urbana desbordada y transformar el riesgo en oportunidad.
Pero hoy, cuando el agua vuelve a hablar con fuerza, me pregunto: ¿en qué momento Medellín volvió a darle la espalda a sus quebradas? ¿En qué momento dejamos que la informalidad regresara por las mismas laderas que intentamos cuidar?
Según la Alcaldía de Medellín (2024), más de 900.000 personas viven en zonas de riesgo por movimientos en masa, especialmente en comunas como la 1 (Popular), la 3 (Manrique) y la 8 (Villa Hermosa). La informalidad avanza más rápido que la planeación preventiva. En sectores como La Honda, La Cruz o El Pacífico, las viviendas brotan donde debería haber reforestación y contención geotécnica.
Y cuando las lluvias llegan, como en abril y mayo de 2023, el saldo es desolador: más de 150 barrios afectados, más de 40 puntos críticos de inundación identificados por el Área Metropolitana, vías colapsadas y alcantarillado insuficiente.
Esta semana, la tragedia golpeó con fuerza a Sabaneta, cinco personas murieron y dos siguen desaparecidas. Desde aquí, mi voz y mi corazón se unen al dolor de las familias que perdieron a sus seres queridos.
Otras regiones de Antioquia como Bello, Itagüí, Caldas, Barbosa y El Retiro también han sentido el peso del invierno. Laderas saturadas, deslizamientos, quebradas desbordadas y evacuaciones constantes nos gritan lo que el territorio ya nos había susurrado: esto no es solo un problema climático, es un problema de modelo de desarrollo.
Y es que no es falta de inversión. En 2023 se destinaron más de $48.000 millones en mitigación de riesgo. Tenemos 99 estaciones SIATA, políticas climáticas, alertas tempranas. Lo que falta es continuidad, coherencia y voluntad. Medellín genera 2.300 toneladas de basura al día, pero solo recicla el 14 %. El índice de pérdida de agua potable está cerca del 36 %. La huella ecológica es de 2,6 hectáreas globales por habitante, por encima del promedio nacional.
Es urgente que Medellín vuelva a escuchar sus aguas. Que reabra el diálogo entre la ciudad y la naturaleza. Que gobernar no sea sinónimo de improvisar y que planear no sea solo para los documentos.
Que no haya una quebrada más ignorada, ni un barrio más invisibilizado. Que las lluvias de hoy no traigan más luto mañana. Que las aguas dormidas de Medellín —esas que se despiertan con furia cuando las olvidamos— vuelvan a fluir como símbolo de vida, no como presagio de tragedia.