lunes, noviembre 17, 2025
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(OPINIÓN) Liderar cuando el alma tiembla. Por: Laura Mejía

Dirigir un medio de comunicación —o cualquier equipo— suele implicar vivir en movimiento constante: responder mensajes, escuchar, tomar decisiones, sostener procesos, abrir puertas y cerrar crisis. Sin embargo, hay momentos en los que el caos deja de estar afuera y se instala dentro de uno. Y ahí surge una pregunta que no es solo personal, sino colectiva: ¿cómo se lidera cuando el cuerpo se detiene, la mente se bloquea y las lágrimas acompañan cada hora del día?

En estos días descubrí algo que muchos líderes, aunque no siempre lo digan, también han sentido: la incapacidad repentina de sostener el ritmo. Hay jornadas en las que levantarse cuesta, en las que contestar llamadas parece imposible, en las que se acumulan mensajes sin respuesta y la agenda —esa que usualmente soportamos incluso en la tormenta— se derrumba. Y con cada tarea que no hacemos, aparece la culpa: la sensación de estar fallándole al equipo, a los compromisos.

Pero junto a esa culpa también puede aparecer algo distinto: un corazón que late bajito, pero una conciencia tranquila. Porque detenerse, aunque duela, a veces es lo único posible. Y en esa pausa forzada llega una comprensión que trasciende lo individual: liderar no es sinónimo de invencibilidad. También es reconocer límites, aceptar la vulnerabilidad y escuchar las señales del cuerpo cuando ya no puede sostener tanto peso.

Hoy vivimos en una época donde la velocidad parece regla y detenerse, casi un lujo. Sin embargo, cada vez es más necesario recordar que permitir que el equipo avance mientras la cabeza respira no es abandono: es confianza. En cualquier organización, delegar debería dejar de ser visto como un escape y reconocerse como una declaración: nadie lidera solo.

Y ese aprendizaje no es solo mío. Muchos equipos se fortalecen precisamente en esos momentos en los que el liderazgo decide no ocultar la fragilidad, sino administrarla. Delegar, más que una técnica, es un gesto de humildad y responsabilidad. Es decir: hoy no puedo, pero confío en ustedes. Y es permitir que esa confianza se vuelva capacidad, autonomía y crecimiento colectivo.

Un liderazgo que delega construye proyectos que respiran más allá de una sola persona. Que se sostienen incluso cuando quien dirige necesita detenerse. Que reconocen que la fortaleza no está en resistir hasta romperse, sino en reconocer los límites antes de que sea tarde. Y que entienden que la vulnerabilidad no invalida la responsabilidad: la complementa.

Y tal vez ahí está la conexión con lo que hoy necesita Colombia. Un país que atraviesa tensiones, aceleraciones, exigencias y fracturas no necesita líderes que pretendan ser invencibles, sino personas dispuestas a ejercer un liderazgo más humano: uno que sepa detenerse, revisar, corregir, delegar y confiar. Un liderazgo que entienda que no todo se resuelve desde la fuerza, sino también desde la capacidad de escuchar, de construir equipo, de asumir los límites y de compartir el peso.

Porque así como los equipos se sostienen cuando su líder necesita respirar, también un país se fortalece cuando quienes lo habitan —desde cualquier lugar— reconocen que avanzar no siempre significa correr, que transformar no siempre significa imponer y que liderar no siempre significa cargarlo todo.

Colombia no necesita héroes incansables; necesita comunidades y liderazgos capaces de mirarse con honestidad y decencia, de aceptar que nadie puede solo y de confiar en la construcción colectiva. Necesita la valentía de quienes saben pedir ayuda, de quienes delegan para que otros crezcan, de quienes entienden que la vulnerabilidad no es una amenaza, sino un punto de partida.

Al final, ese es el tipo de liderazgo que transforma: el que reconoce cuándo detenerse, cuándo avanzar y, sobre todo, cuándo confiar en los demás. El que entiende que incluso cuando el alma tiembla, podemos sostenernos si lo hacemos juntos.

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