Pocas ideas gozan de tanto consenso en Colombia como la que afirma que el mercado genera desigualdad y que el Estado está llamado a corregirla. Esta creencia no es exclusiva de quienes se identifican con la izquierda.
También está presente, con matices, en sectores que se autodenominan de derecha. Desde el Pacto Histórico hasta el Centro Democrático, pasando por el centro “moderado”, todos coinciden en que el Estado debe intervenir para equilibrar las diferencias que supuestamente deja el mercado. Pero lo cierto es que esta narrativa es profundamente equivocada y, además, es una de las principales responsables del atraso nacional.
La verdad incómoda es que el Estado colombiano, lejos de corregir la desigualdad, la produce, la protege y la profundiza. Y no lo hace por accidente, sino por diseño. Mientras en una economía libre la diferencia de ingresos responde a la diferencia en productividad, creatividad, esfuerzo o capacidad de riesgo, en una economía controlada por el Estado esas diferencias responden al acceso al poder. En el mercado, nadie puede enriquecerse sin ofrecer algo valioso a los demás. Si una empresa quiere ganar más, debe resolver mejor los problemas de sus clientes. Gana el que sirve. En el Estado, en cambio, gana el que tiene poder. Gana el que impide a otros servir.
El mercado es un juego de suma positiva: una empresa crea un producto, lo vende voluntariamente, genera empleo, mejora la vida de otros y, si lo hace bien, gana. Todos ganan. En cambio, cuando el poder económico depende del poder político, la dinámica se vuelve de suma cero, o incluso negativa: lo que uno gana, otro lo pierde. Y no porque compitan en calidad, sino porque el Estado reparte privilegios a unos, excluyendo a otros por decreto.
¿Ejemplos? La concentración de contratos públicos en pocos grupos económicos con conexiones políticas. Las licencias que permiten operar solo a unos cuantos, bloqueando a nuevos actores. Las regulaciones diseñadas a la medida de unos para impedir la entrada de otros. Los subsidios clientelistas que no reducen pobreza, pero sí compran votos. Los aranceles que protegen monopolios ineficientes encareciendo todo para el consumidor. Esto no es igualdad. Es desigualdad legalizada.
Y a eso hay que sumarle la corrupción. No la del billete en efectivo dentro de una maleta -que también existe-, sino la corrupción estructural: esa red de favores, puestos, contratos, cupos, normas y cargos que mantienen a una minoría cercana al poder flotando sobre millones de ciudadanos que trabajan, pagan impuestos y madrugan cada día. Mientras el ciudadano común pide permisos, el privilegiado recibe contratos. Mientras el emprendedor tropieza con barreras, el amigo del régimen recibe excepciones.
El camino no está en seguir engordando el Estado. El Estado colombiano no es un árbitro imparcial, es parte interesada. Es juez y jugador. Y mientras más poder tenga para intervenir en la economía, más desigualdad generará. Limitar al Estado no es una obsesión ideológica: es una necesidad moral y práctica.
Colombia necesita abrir los mercados, desmontar barreras, reducir impuestos, eliminar permisos innecesarios, garantizar reglas iguales para todos y proteger la libertad de emprender, de competir, de crecer sin pedir permiso. Necesita pasar del privilegio al mérito.