Hoy, donde las etiquetas parecen dominarnos, reflexiono sobre la incomodidad que genera ser encasillado en una u otra orilla política, como si la ética personal pudiera reducirse a la lógica binaria de «derecha» o «izquierda». Este no es solo un tema de ideologías; es una cuestión de identidad, de dignidad y de cómo nos relacionamos con los demás.
Que me digan «tú eres de derecha» o «tú eres de izquierda» no solo es un reduccionismo que se me hace peligroso, sino que revela una forma de pensar que prioriza el prejuicio sobre el diálogo. Es frustrante que se asuma que nuestras posturas y decisiones no nacen del discernimiento ético o de la reflexión crítica, sino de una supuesta «lealtad incondicional» a una ideología, a una figura o, peor aún, a un interés particular.
Me impresiona que todavía sigamos debatiendo entre «los de Uribe» y/o «los de Petro», como si la vida pública solo pudiera explicarse en términos de esta dicotomía agotadora. Se necesita mucha madurez política para trascender esos temas y entender que el verdadero reto está en construir un país que supere las divisiones y priorice, el respeto, la honestidad y el bien común.
Pero el problema no termina ahí: se traslada también al ámbito personal. «Ah, es que tú eres amigo de este o de aquel». Como si nuestras amistades, nuestros vínculos o incluso nuestro trabajo pudieran resumir quiénes somos. Más aún, como si esas conexiones definieran lo que «merecemos».
¿Por qué importa tanto con quién hablamos, con quién compartimos, o de qué familia venimos? Que me juzguen por mi cargo o mis relaciones no solo me incomoda; me parece invasivo e irrespetuoso. Porque detrás de ese juicio hay una negación de mi historia, de mis esfuerzos, de mis decisiones éticas. Somos también el resultado de nuestra autenticidad, de nuestros valores y de cómo elegimos enfrentar la vida.
La verdadera convivencia sea en política, en la sociedad o en nuestras relaciones personales no se construye a partir de etiquetas ni de prejuicios. Se trata de algo mucho más profundo: encontrarnos en las diferencias. Reconocer que cada persona, sin importar su círculo social, sus ideas o sus elecciones, es una historia única, llena de matices que no pueden simplificarse.
Esto no significa que no podamos opinar o incluso disentir. Pero etiquetar a alguien nos impide ver más allá, nos priva de la oportunidad de conocer al ser humano detrás del título, la amistad o la familia. No etiquetar es un acto de respeto y de humildad. Es decir: «No sé todo de ti, pero estoy dispuesto a aprender».
El desafío más grande radica en ver al otro como alguien completo y complejo, no como una extensión de nuestras suposiciones o prejuicios. Esto aplica tanto en el ámbito público como en el privado, donde los juicios suelen ser más duros porque parten de quienes creemos que nos conocen.
Etiquetar no solo simplifica las ideas; también encierra a las personas en categorías que las deshumanizan. Cuando etiquetamos a un amigo, dejamos de entenderlo; cuando etiquetamos a un familiar, lo alejamos; y cuando nos etiquetamos a nosotros mismos, dejamos de crecer. La madurez emocional y política requiere que podamos ver más allá de esas categorías.
Necesitamos la valentía de encontrarnos en las diferencias, de aprender que no hay verdades absolutas y que lo más valioso de la vida está en las conexiones genuinas, no en la uniformidad de pensamiento o relaciones. Allí, en ese punto de encuentro entre ideas distintas y experiencias diversas, está la verdadera riqueza de nuestra humanidad; ahí hay democracia.
Miremos más allá de lo superficial, más allá del ruido, y encontrémonos en lo esencial: nuestra humanidad compartida. Esa es la verdadera revolución ética que este tiempo necesita.