sábado, mayo 24, 2025
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(OPINIÓN) La hoz y el martillo. Por: María Clara Posada

El 20 de mayo en Barranquilla, Gustavo Petro apareció en tarima con una imagen proyectada detrás de él: la hoz y el martillo. Para los desprevenidos, fue un símbolo más; para los conocedores de la historia, fue una advertencia.

La hoz y el martillo no son una ocurrencia. Son la representación universal del comunismo, de la abolición de las libertades. Ese símbolo, otrora pintado en murales de Caracas por las brigadas bolivarianas, hoy se cuela en plazas colombianas. La hoz, instrumento del campesino “sometido”; el martillo, emblema del obrero “reclutado”; juntos, no representan el progreso, sino la represión impuesta y la miseria colectiva.

Nos aseguraban que no seríamos como Venezuela. Pero cada paso que damos, nos acerca.

Allá, como aquí, el peligro vino disfrazado de “cambio”. Los bienpensantes, intelectuales carcomidos en su thymos, se sintieron llamados a “respaldar esa oportunidad”. Apuntaron contra la derecha, la acusaron de todos los males y desdibujaron sus logros con irresponsabilidad peligrosa. Así, mientras se denigraba del pasado con desprecio olímpico, se abría la puerta a un porvenir que, como bien advirtió Karl Popper, nunca puede construirse sobre el odio.

Toda narrativa épica necesita una némesis. En Venezuela, Chávez se legitimó satanizando la figura de Carlos Andrés Pérez. En Colombia, Álvaro Uribe Vélez ha sido vilipendiado sin piedad, no solo desde la izquierda, sino desde las propias filas que un día se beneficiaron de su capital político. La estrategia fue clara: destruir los símbolos, corroer la base, instrumentalizar la justicia, y luego ocupar el vacío con un discurso mesiánico y antisistema.

El estallido social de 2021 -que dejó al menos 46 muertos y daños materiales tasados en cerca de 7 billones de pesos, según cifras de la ONU y Fenalco- fue la etapa del calentamiento. Lo que comenzó como una protesta legítima contra una reforma tributaria (presentada con arrogancia en el momento menos oportuno -también es cierto-) se convirtió rápidamente en un escenario de vandalismo alentado desde las redes sociales por quienes luego capitalizaron políticamente la indignación. En Venezuela, Chávez también supo azuzar las calles: usó la protesta como legitimador del caos y a este, como justificación para refundar el Estado.

Las marchas bolivarianas llegaban repletas de asistentes movilizados en buses pagados por el régimen. En Colombia, la historia se repite: buses alquilados, pagos disfrazados de “colaboraciones” y fiambres, compran asistencias de las gentes más sencillas para legitimar propuestas que ya no representan a nadie, pero que se materializan en, por ejemplo, 700 mil millones de pesos para la billetera progresista electoral.

La cruzada por corroer las instituciones y hacerse a ellas es también coincidencia. Poco a poco, Petro se ha ido haciendo a las mayorías en otros poderes para evitar cualquier tipo de contrapeso. El reciente nombramiento de Héctor Carvajal, su abogado personal, como magistrado de la Corte, no es un hecho aislado, es pieza clave de su andamiaje. En Venezuela, el Tribunal Supremo también fue cooptado con precisión quirúrgica para legitimar el autoritarismo y para servir de velo de invisibilidad a los abusos del Ejecutivo.

Venezuela pudo comprar conciencias con petróleo. Colombia no tiene ese tamaño de chequera. Por eso, la estrategia ha sido destruir las fuentes de riqueza para luego hacer depender del Estado como único proveedor. Allá, el barril compraba votos. Acá, lo hace el subsidio. La plata no sale del subsuelo, sino de una carga impositiva delirante y proyectos legislativos corrompidos.

Petro no tiene el liderazgo entre las Fuerzas Armadas que tuvo Chávez. Por eso, ha buscado deslegitimarlas y debilitarlas, mientras permite el florecimiento de colectivos armados que puedan convertirse en su brazo de represión, como también ocurrió en Venezuela.

La corrupción ya no es una consecuencia: es una estrategia. Diosdado Cabello en Venezuela y Armando Benedetti en Colombia, son las caras de ese modelo cínico y eficaz de “omnipotencia” donde las lealtades se compran, la moral se arrienda, los escrúpulos se desechan y la democracia se suicida.

Algunos empresarios venezolanos creyeron que, sirviendo al régimen, podrían salvarse. Cedieron principios, negociaron dignidad. Al final, la gran mayoría terminó expropiado, arruinado o encarcelado. La lección debería estar aprendida. En Colombia los empresarios no pueden pecar de ingenuos. Deben mantenerse firmes, nunca serviles. Serán los primeros en pagar el precio si se entregan, creyendo que el régimen los respetará por haberlo aplaudido o por no resistir con vehemencia o ayudar a otros a que resistan.

Nos dijeron que no seríamos como Venezuela. Pero vamos en camino.

El populismo ha dejado de insinuarse: ahora grita, amenaza, impone. Por eso, resulta imperativo pensar en la resistencia como deber democrático. Ayer César Gaviria lo dijo sin titubeos: si Petro insiste en violar la Constitución, su autoridad podrá ser desconocida. No se trata de rebelión, sino de defensa. Porque si no ponemos límites, la historia volverá a repetirse.

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