Eduardo Montealegre es un personaje minúsculo. Hace ocho días, recordábamos que el hoy ministro de (in) Justicia no solo ha demostrado lo diminuta de su estatura moral, sino lo pequeño de su rigor jurídico y de su deber republicano. Como el brillo por sus méritos jurídicos le fue esquivo, entre otras, por sus condiciones humanas y su apetito voraz por el dinero, ahora pretende tallar su nombre en la historia como el Fouché colombiano. Pero ni su astucia se le parece, ni su capacidad política resiste el más breve escrutinio. Lo suyo es la obediencia turbia y servil.
Montealegre, ha sido el encargado oscuro de Juan Manuel Santos para muchas tareas sucias. Un “mandadero de salón” que, sin recato ni decoro alguno, ahora se arrodilla ante el petrismo para intentar redondear su legado de indignidad. Al que sueña con parecerse a los grandes operadores de poder de la historia lo recordaremos, sí, pero no como al astuto Joseph Fouche, sino más bien como al mozo del taburete del petrosantismo.
Como buen sibilino que reconoce en su esfera íntima su propia valía, ha intentado entramar redes institucionales para destruir desde las entrañas del Estado a quienes no puede vencer en franca lid. Su obsesión más pasional: Álvaro Uribe Vélez. No soporta su dignidad, ni el cariño popular que lo abraza, por eso ha dedicado su vida, sin éxito, como en casi todos sus propósitos, a destruirlo.
La historia ya es conocida, aunque conviene recordarla. Dos fiscales independientes, bajo el mismo acervo probatorio, solicitaron la preclusión del proceso contra el presidente Uribe. ¿La razón? No existe conducta delictiva, ni evidencia alguna de responsabilidad penal. Luego Montealegre, como si la Fiscalía General de la Nación fuera una extensión de su escritorio, logró que el caso llegara a manos de dos de los suyos, primero Villareal y después Marlenne Orjuela. Ambos nombrados en la Fiscalía por el actual Ministro, con quien además tienen evidente cercanía, que pidieron primero acusar y ahora condenar al Presidente, sin sustento probatorio alguno.
Marlenne Orjuela, con la solemnidad de una tesis mal defendida en PowerPoint, el pasado martes, demostró que no hay peor servilismo que aquel que se reviste de poder público. En una presentación de estudiante mediocre, propuso una acusación con una argumentación lánguida desde el primer minuto ¿Las pruebas? Dos delincuentes: Juan Guillermo Monsalve, con condena de 40 años a cuestas, y Carlos Enrique Vélez, otro mentiroso confirmado. Testimonios viciados, plagados de contradicciones, y, sin embargo, suficientes, según la Fiscal, para derrumbar el principio de inocencia.
Orjuela, quien debió declararse impedida por su conexión con Montealegre, ignoró que su condición, exige objetividad. El artículo 115 de la Ley 906 de 2004 no deja lugar a duda: debe actuar con transparencia y conforme a la ley. El artículo 114 insiste en que también debe buscar lo que favorezca al imputado. Y la Constitución, en su artículo 250, se encarga de recordar que no es una fiscal militante, sino una funcionaria del Estado.
Pero Orjuela no quiso ser Fiscal. Quiso ser ariete. Y en lugar de aplicar el derecho, prefirió manipularlo, torciendo la prueba para ajustarla a una acusación que no resiste el menor escrutinio técnico. Los alegatos, en los que pudo recobrar algo de decoro institucional y renunciar a la acusación, los usó para lucirse ante su maestro, que hoy desde el petrismo intenta reescribir la Constitución con las mismas herramientas con las que manipuló la Fiscalía.
No fue una actuación aislada. Fue una estrategia. No fue torpeza. Fue decisión política. Y si en el camino hay que dinamitar el debido proceso y el principio de presunción de inocencia, pues que así sea. Lo importante es que el relato sobreviva.
Hoy, la fiscal de Montealegre se siente intocable. Pero el tiempo tiene una manera curiosa de ajustar cuentas. Será denunciada, y será condenada, porque el derecho también tiene memoria. Que, de eso, no quede duda.