Sería una ironía si no fuera una tragedia. Fue en el gobierno de la seguridad democrática que la izquierda conquistó por primera vez la Alcaldía de Bogotá y trazó su rumbo a la presidencia. Ha sido en el gobierno de la Paz Total que han intentado asesinar a Miguel Uribe Turbay. Puede parecer lejano, pero el camino a este oscuro presente fue sembrado en La Habana. Ese proceso, que se inauguró con el atentado a Fernando Londoño, envalentonó a los carteles, legitimó la violencia política, desanimó a las Fuerzas Armadas y fracturó a la opinión. Hoy, los victimarios legislan y quienes defendieron la democracia son judicializados y abaleados.
Oponerse a La Habana no fue fácil, para el uribismo en particular. Notorios periodistas, contratistas del gobierno Santos, repetían que Uribe era un criminal. Se gastaron millonadas en la campaña plebiscitaria, dividiéndonos entre amigos y enemigos de la paz. En el segundo gobierno de Santos judicializaron a los hermanos Uribe Vélez, a Santiago pocos meses antes del plebiscito y a Álvaro Uribe en plena campaña del 2018. Roy Barreras lo dejó clarísimo en los petrovideos, había que propalar la cifra 6402 para destruir moralmente a Uribe. Se inventaron un eslogan para criminalizar la lucha que se libró en contra del paramilitarismo y la toma guerrillera del poder. Ese discurso, que nació con Santos, ha sido elevado al paroxismo con la retórica ebria de Gustavo Petro.
Tanta arbitrariedad y la tal paz no existe. La excusa es que no se ha implementado el acuerdo. Sin embargo, la burocracia de La Habana está intacta. La crisis que estamos viviendo no es la consecuencia de no implementarlo, sino de haberlo forzado en contra de la voluntad popular. Volvimos a niveles récord de producción de coca, de asesinatos de líderes y zonas impenetrables para la fuerza pública. La narrativa que han querido imponer es que la culpa es del uribismo. Qué distorsión tan burda de la historia.
La violencia en Colombia se degeneró consistentemente durante todo el siglo XX. Desde los 80, tanto guerrillas como paramilitares cobraban exacciones a los narcotraficantes. En los 90, unos carteles se aliaron con el estado para derrotar a otros. En el 2002, con 200 mil hectáreas de coca, más de 400 municipios sin policía, casi 30 mil homicidios, casi 3 mil secuestros y decenas de periodistas asesinados, la población estaba sumida en la zozobra y había perdido toda fe en la denuncia.
El gobierno que llegó en 2002 cambió la historia. El primer elegido por un movimiento de firmas, rompiendo el bipartidismo tradicional. El único elegido dos veces en primera vuelta. Los asesinatos cayeron a la mitad, los secuestros prácticamente desaparecieron. Surgió la confianza en la denuncia porque comenzó a valer la pena. Se desmovilizaron más de 40 mil guerrilleros y paramilitares, sin impunidad.
La economía creció a más del 5% anual. Se hizo una reforma sin precedentes al estado, eliminando ministerios, reformando y privatizando entidades que desangraban al erario, como el Seguro Social y Telecom. Ecopetrol salió a bolsa y llegó a ser una de las empresas más valiosas del continente. Colombia era la única voz en contra del Socialismo del Siglo 21. Colombia era, como lo dijo la revista Newsweek, una “Latin American Star”. El gobierno de la supuesta continuidad comenzó con una aprobación del 80%.
Tristemente, la continuidad no se dio. La historia del “cambio de opinión” de Santos es consabida. Solo vale la pena recordar que se reeligió con el apoyo del actual Presidente, a quien agradeció en su discurso de victoria. Petro, por su parte, se dedicó a profundizar la impunidad y la persecución, subiendo a criminales a la tarima u hostigando al juez Herrera cuando absolvió a Santiago Uribe en primera instancia.
Hoy se hacen llamados a la unidad. La verdadera unidad no proviene de pactos políticos impostados, sino de políticas efectivas con resultados palpables para la ciudadanía. Las buenas políticas requieren principios claros. El petrosantismo, así lo nieguen como una coalición explícita, converge en aspectos fundamentales de su esencia. La justificación de la violencia política, el estado abotargado, la obsesión de sus líderes por consagrarse ante la historia con proyectos grandiosos de paces espurias, a costa de la institucionalidad. La dicotomía falaz entre guerra y paz y la persecución jurídica debilitaron la determinación de muchos colombianos de derrotar el crimen con las armas legítimas del estado. Hay que recuperar la convicción en un país seguro y libre, esa es la esencia del uribismo.
El uribismo no es una competencia de halagos a Uribe para ganar el favor de sus seguidores, sin recompensarlos con la debida firmeza. Es ser una voz solitaria opositora al Caguán, cuando era impopular. Es conducir un carro al que le acaban de explotar un bus bomba y mantener la calma.
Es reformar al estado cuando se consideraba una aberración neoliberal. Es ordenar el rescate de Íngrid Betancourt, asumiendo los riesgos y renunciando a los honores. Es denunciar al régimen chavista cuando sus líderes eran vedettes visitados por estrellas de Hollywood. Es enfrentarse con un megáfono a todo el estamento volcado a consagrar el engaño de La Habana. Es resistir la calumnia manteniendo el ímpetu intacto. Es madrugar a trabajar con disciplina para ser cada día la mejor versión de uno mismo. Es aferrarse a la vida para seguir luchando.
Hay que recuperar la esencia del uribismo. Como dice Miguel Uribe, necesitamos “Qué vuelva la seguridad” ( copiado de post de Facebook )