Hay síntomas claros: hay apatía, la gente está cansada, muchos no votan, otros ya no creen en lo público, y muchos sienten que nada cambia. La democracia, en distintos países del mundo, está enferma. Pero no ha muerto. Aún respira. Y su futuro depende, más que nunca, de lo que estemos dispuestos a hacer por ella.
En América Latina lo hemos visto de frente: líderes que llegan al poder por medio del voto, pero una vez allí, debilitan las instituciones, atacan a la prensa y dividen al país. Y muchas veces, lo hacen con el aplauso de quienes, cansados de esperar, optaron por creer en promesas emocionales antes que en proyectos responsables.
Este no es solo un problema nuestro. En Europa también han crecido los discursos radicales. La gente se siente desconectada de los gobiernos y se aleja de los partidos tradicionales. Se pierde la confianza en los jueces, en los medios, en el sistema. La democracia se ve, para muchos, como una idea vacía.
Pero el verdadero colapso no está solo en los gobiernos. Está en el vínculo roto entre ciudadanos y poder. En la desconexión profunda entre las instituciones y las vidas reales. En la sensación de que no importa lo que uno diga, porque nada cambia.
Y ahí aparece el riesgo: creer que la salida es destruir todo. Romper sin proponer. Gritar sin construir. El deterioro democrático no siempre llega con golpes de Estado. A veces llega disfrazado de reforma. De “nueva era”. Con discursos que prometen devolverle el poder al pueblo mientras concentran todo en unas pocas manos.
¿Está en crisis la democracia? Sin duda. Pero no porque haya demasiado debate, sino porque hay desprecio por la escucha. Porque se gobierna desde la arrogancia. Porque se confunde liderazgo con imposición. Porque se olvidó que gobernar es servir, no mandar.
La solución no es volver al pasado. Tampoco es quedarnos paralizados. La respuesta es liderar distinto. Con humildad. Con empatía. Con capacidad de convocar, no de señalar. La democracia no se sostiene solo con leyes. Se sostiene con cercanía, con confianza, con la participación activa de quienes sienten que su voz sí cuenta.
Necesitamos líderes que hablen menos y escuchen más. Que bajen del atril, salgan del círculo y vuelvan a mirar a los ojos. Que entiendan que cada decisión pública debe construirse con los otros, no para los otros. Que el poder que no dialoga, se vuelve abuso.
Y también requerimos de ciudadanos más presentes. No resignados, no espectadores. Participar no es solo votar. Es involucrarse, exigir, proponer, cuidar lo que es de todos. Una democracia sin participación es solo una fachada.
El periodismo, por su parte, tiene una tarea ética y urgente: hacer preguntas difíciles, incomodar al poder, resistir la censura y la complacencia. No hay democracia sin prensa libre. No hay ciudadanía
informada sin periodistas que se atrevan. La libertad de prensa es al final de cuentas, la libertad de todos.
La democracia aún respira. Respira en las comunas que se organizan sin miedo. En los jóvenes que se niegan a normalizar la corrupción. En quienes suman a pesar de los desafíos. En las historias inspiradoras que demuestran que el cambio sí es posible. En los jueces que siguen firmes, pese a las amenazas. En cada acto de valentía cotidiana que insiste en construir en lugar de destruir.
Estamos a tiempo. Pero no por mucho. O asumimos el desafío de reconstruir la confianza, de abrir espacios reales de diálogo y participación, de gobernar con la gente y no sobre ella… o nos quedaremos mirando cómo se apaga, poco a poco, el último aliento de la democracia.
La democracia está enferma. Pero si la cuidamos, si nos hacemos cargo, si la compartimos… aún puede sanar. Y con ella, sanar también la esperanza.