En el vertiginoso universo de las redes sociales que habitamos, los «redeadictos» hemos sido testigos de un fenómeno tan extendido como inquietante, el auge desmedido de los influencers. Estos autoproclamados héroes sin capa y sin antifaz, nacidos al calor de la viralidad efímera, transitan las redes sociales dejando tras de sí una estela de infracciones, polémicas y, en muchos casos, un preocupante vacío ético. Su modus operandi, a menudo basado en las confrontaciones para inflar sus números y en la promesa de fortunas fáciles a través de rifas y concursos, levanta una ceja de incredulidad ante la permisividad con la que actúa.
Colombia, tierra fértil para estos mesías digitales, alberga a más de 645.000 creadores de contenido, según estudios recientes. Una legión de opinadores y narradores de experiencias que, en su mayoría, se mueven en las superficiales aguas de la belleza, el entretenimiento y los viajes. Sin embargo, tras esta fachada de vidas perfectas y consejos triviales, emerge una realidad más turbia como disputas públicas, acusación de fraude y comportamientos que, con frecuencia, cruzan la línea de la decencia y la legalidad, generando una justificada indignación en amplios sectores de la sociedad.
Lo que resulta aún más alarmante es la progresiva infiltración de estos personajes en esferas que trascienden la publicidad de marcas privadas. El gobierno de turno, en una estrategia cuestionable, ha recurrido a algunos de estos influencers para difundir sus logros, otorgándoles una plataforma y una legitimidad que muchos de ellos no merecen. Este contubernio entre el poder político y la influencia digital plantea serias interrogantes sobre la idoneidad de estos voceros y el mensaje que se transmite a la ciudadanía, especialmente a las generaciones más jóvenes.
El caso reciente del concejal de Medellín, Santiago Perdomo, denunciando las reiteradas infracciones de tránsito de un tal Westcol, es un claro ejemplo de la problemática. Un individuo que se pavonea en las redes provocando las autoridades de tránsito, invitando a sus miles de seguidores jóvenes a tener estas mismas conductas en las vías ¿Qué clase de sociedad estamos construyendo cuando los infractores se convierten en modelos a seguir? Los medios de comunicación, en su afán por captar la atención del público joven, también contribuyen a esta preocupante tendencia, otorgando una visibilidad desproporcionada a figuras cuyo único mérito parece ser la capacidad de generar controversia.
Resulta innegable que un estigma se cierra sobre algunas de estas figuras públicas. Sus abultados ingresos, la diversidad de sus negocios y la promoción constante de productos alimentan la sospecha de que, si bien no se puede generalizar, algunos podrían estar involucrados en actividades cuestionables.
Es innegable que el marketing de influencers, en esencia, no es negativo. Puede ser una herramienta poderosa y efectiva. Sin embargo, la pregunta crucial persiste: ¿Por qué son ellos, con sus frecuentes deslices éticos y legales, quienes captan la atención y la admiración de los jóvenes, en lugar de líderes empresariales o políticos con trayectorias ejemplares?
La ausencia de figuras inspiradoras y con capacidad de convocatoria en otros ámbitos de la sociedad es, en parte, responsable de este fenómeno. Hemos fallado como sociedad en ofrecer referentes sólidos y atractivos, dejando un vacío que estos improvisados líderes de las redes han sabido llenar.
«Dime a quién sigues y te diré quién eres». La máxima es tan antigua como certera. Lo que consumimos en las redes sociales moldea nuestra percepción del mundo y, en última instancia, nuestra propia identidad.
Los creadores de contenido tienen una oportunidad única para transformar la sociedad, para inculcar una mentalidad de responsabilidad individual y para mostrar que, incluso en medio de las dificultades, somos dueños de nuestro destino. La pregunta es si estará a la altura de esta trascendental tarea o si seguirán navegando en la superficialidad y la controversia, perpetuando un modelo de éxito basado en la transgresión y el espectáculo vacío.