A veces una sola palabra puede ser la salvación de alguien allá afuera. Una palabra dicha a tiempo, una frase honesta, un intercambio necesario cuando todo invita al silencio. Tal vez por eso expresarnos, y abrirnos a la escucha, no es solo un tema personal: hoy es una urgencia colectiva.
Hay diálogos que se aplazan por miedo. Miedo a incomodar, a parecer frágiles, a perder la llamada “dignidad”, a que el otro piense algo que no podemos controlar. También nos educaron, o nos hicieron creer, que decir “te extraño”, “estoy triste”, “me duele” o “no estoy bien” nos resta valor, que mostrar lo que sentimos le entrega al otro una ventaja que puede usar en nuestra contra. Como si la vulnerabilidad fuera una debilidad y no una condición profundamente humana.
Y así, casi sin notarlo, vamos acumulando silencios que pesan más que cualquier palabra mal dicha.
He aprendido que una conversación sincera puede sanar. Que poner en palabras lo que sentimos, aunque la voz tiemble, es una forma de desenredar los nudos que aparecen en el camino. A veces salir corriendo parece más fácil. Evitar, cerrar, huir. Pero la vida también nos exige aprender a desenredar esos nudos, a sostener los vínculos y, sobre todo, a sostenernos a nosotros mismos.
Sostenerse a uno mismo a través de la conversación es una forma de cuidado. Cuidarse y cuidar al otro. Porque expresarnos no siempre resuelve todo, pero casi siempre alivia. Nombrar el dolor lo hace menos amenazante. Compartirlo lo vuelve humano.
Crecimos en una cultura que nos enseñó a callar. A “aguantarnos”, a no mostrarnos vulnerables, a creer que decir lo que sentimos es rebajarnos o perder autoridad. Nos dijeron que el silencio era fortaleza. Pero el silencio prolongado no es fortaleza: muchas veces es herida. La vulnerabilidad, lejos de ser una debilidad, es una cualidad poderosa. Este país necesita líderes vulnerables, sensibles y auténticos. Necesita personas dispuestas a abrir su corazón, a mostrar sus emociones y a liderar con honestidad. La verdadera fortaleza radica en la capacidad de ser real, de aceptar nuestras imperfecciones y de conectar genuinamente con los demás. Hoy más que nunca, Colombia requiere de esa vulnerabilidad que construye, que sana.
Expresarnos se volvió urgente porque el cuerpo y el alma no saben guardar para siempre. Porque lo que no se dice se transforma en rabia, en resentimiento, en distancia, en violencia. Porque una conversación a tiempo puede evitar una ruptura, una tragedia, una decisión tomada desde la soledad. Manifestar lo que sentimos no nos quita valor; por el contrario, nos devuelve humanidad.
Pero ojo, expresarnos no basta si no estamos dispuestos a oír al otro.
Aprender a escuchar de verdad. No para responder, no para ganar, no para juzgar. Escuchar desde la sensibilidad humana, desde la humildad de reconocer que el otro también siente, también teme, también se equivoca. Escuchar implica soltar el ego y aceptar que no siempre tenemos la razón y que, aun cuando creemos tenerla, el otro merece ser atendido.
Y aquí es donde lo íntimo se encuentra con lo colectivo.
Colombia necesita conversaciones urgentes. Necesita atenderse a sí misma sin gritos, sin rótulos, sin prejuicios automáticos. Requiere menos discursos y más encuentros reales. Más preguntas honestas y menos verdades impuestas. Necesita atreverse a sostener diálogos incómodos, esos que duelen, que confrontan, que obligan a mirarnos sin máscaras.
Este país ha vivido demasiado tiempo desde el ruido y muy poco desde la atención genuina. Nos acostumbramos a hablar desde el juicio, desde la rabia, desde la desconfianza. Así, cualquier intento de diálogo termina siendo un campo de batalla y no un puente.
Hablar es urgente porque Colombia está cansada. Cansada de la polarización, la indiferencia y la incapacidad de ponerse en los zapatos del otro. Pero también es urgente escuchar, porque sin una verdadera escucha no hay reconciliación, ni en lo personal ni en lo colectivo. Hoy, más que nunca, el país necesita una moneda que, aunque escasa, es poderosa: la empatía. Y esta nace de oír al otro, de permitir que su voz sea escuchada sin ser atacada o descalificada de inmediato.
Hablar sana cuando se hace con honestidad.
Escuchar sana cuando se hace con respeto.
Y ambas cosas, juntas, pueden transformar.
Tal vez no podamos cambiarlo todo con una conversación. Pero sí podemos empezar por una. La que hemos evitado. La que nos da miedo. La que creemos que nos rebaja, cuando en realidad nos humaniza.
Porque una sola palabra puede ser la salvación de alguien allá afuera. Y porque este país, herido y cansado, necesita hoy más que nunca el poder de la conversación y la valentía de responder con empatía cada intento de encuentro.
Hablar es urgente. Y Colombia, como muchos de nosotros, necesita empezar a decir y a escuchar, antes de que el silencio siga haciendo más daño.







