sábado, octubre 11, 2025
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(OPINIÓN) El wifi no llega al alma: Gerentes conectados, equipos desconectados. Por: Andrés Felipe Molina Orozco

En tiempos de hiperconexión y culto al cliente, vivimos para trabajar y agendamos hasta las cenas. Desconectarse no es huir: es liderazgo.

A 4.500 metros sobre el nivel del mar, el wifi se rinde. El aire se vuelve denso, la respiración se desacelera y el silencio deja de ser fondo: se convierte en protagonista. En el Nevado del Ruiz, el teléfono muere sin pedir permiso. No hay mensajes, no hay notificaciones, no hay excusa. Solo queda tiempo. Tiempo real.

Creí que me iba a sentir libre, pero lo primero que apareció fue ansiedad. La mente buscaba una pantalla, un estímulo, una prueba de que el mundo seguía girando. Abría el bolsillo por reflejo, sin intención. No quería comunicarme: solo confirmar que el teléfono estaba encendido.

No era falta de señal. Era miedo al silencio. Y el silencio, cuando llega sin permiso, se siente como una auditoría.

El ruido que no se apaga

Vivimos hiperconectados, pero cada vez más ausentes.  El descanso ya no se mide en horas dormidas, sino en minutos sin notificación. Las pausas se volvieron vitrinas: los viajes se documentan, las cenas se suben, los silencios se llenan de pódcast. Hasta el ocio se volvió productivo.

Lo inquietante no es que el celular nos robe tiempo: es que nos robe presencia. Tememos el silencio porque ahí aparece lo que más evitamos: el pensamiento.

Y ese mismo ruido digital que nos persigue en casa, también tiene oficina. Hoy abundan líderes con conexión permanente y atención fragmentada. Ejecutivos que responden todo, pero escuchan poco. Gerentes que confunden disponibilidad con liderazgo, y visibilidad con dirección.

Vivir como si trabajar fuera la vida

En algún punto, sin darnos cuenta, convertimos la vida en lo que queda después del trabajo. Y cuando por fin hay “tiempo libre”, lo usamos para disfrutar la vida, como si vivir fuera un premio de fin de jornada.

Ya hasta para cenar con la familia hay que ponerlo en la agenda, porque si no se agenda, no ocurre. Para visitar, hay que avisar. Para llamar, hay que escribir primero. El contacto humano se volvió trámite.

Los dos chulitos azules de WhatsApp reemplazaron las conversaciones: ya no hablamos, confirmamos recepción. Los teléfonos se hicieron para conectarnos cuando queramos, no para que nos conecten cuando quieran. Y ahí estamos, obedientes, confundiendo productividad con existencia.

Liderazgo con wifi, cultura sin alma

Esa misma lógica invadió la empresa. El exceso de conexión no produce comunicación: produce agotamiento. Cada alerta, cada correo, cada “reunión de cinco minutos” termina devorando la pausa donde se decide con criterio.

El pensamiento estratégico se volvió multitarea, y la multitarea es la nueva forma del desgobierno. Muchos líderes creen que por estar “en línea” con sus equipos están presentes. Pero hay una diferencia entre responder rápido y acompañar de verdad. La primera es reflejo. La segunda, conciencia.

Sin desconexión no hay dirección. Porque la conexión constante elimina la reflexión, y sin reflexión, las decisiones se vuelven automáticas: eficientes, pero vacías.

La dictadura del cliente siempre primero

Y si el liderazgo perdió el derecho a pausar, fue por una vieja religión corporativa: la del cliente primero. Durante años nos enseñaron que el cliente es la razón de ser, el que paga el salario, el que manda. Y en nombre de esa idea lo volvimos omnipotente: le entregamos el derecho de contactarnos cuando quiera, donde quiera, por el canal que quiera. Y, sobre todo, le dimos el poder de hacernos sentir culpables si no respondemos de inmediato.

En esa lógica, el descanso se volvió sospechoso. El silencio, un riesgo comercial. El tiempo con la familia, una amenaza a la satisfacción del cliente.

Pero hay algo que olvidamos: no todo cliente merece el derecho a tu agotamiento. Si alguien cambia de proveedor porque no le contestas mientras cenas con tu hijo, entonces nunca fue tu cliente: fue tu carcelero.

Y sí, probablemente te mande una encuesta de satisfacción después.

El liderazgo empresarial también se mide en eso: en la capacidad de poner límites sin perder respeto, de servir sin perder dignidad, de recordar que la coherencia también es una forma de servicio.

La nueva normalidad que enseñamos

Días después del viaje, las preguntas llegaron como notificaciones atrasadas: ¿estoy dedicando tiempo a mi esposa, a mi hijo, a lo que digo que más importa? Ya para qué. Cuando lo pude hacer, no lo hice. Y no porque no quisiera, sino porque siempre había una alerta, una reunión, una urgencia disfrazada de importancia.

Lo más inquietante no es lo que vivimos: es lo que enseñamos. Nuestros hijos están aprendiendo que la conexión constante es sinónimo de relevancia. Y en el mundo corporativo pasa igual: equipos que miden productividad en mensajes enviados, no en decisiones tomadas.

Ya no es solo el teléfono. Son los relojes, los audífonos, los dashboards. Tenemos todo para estar conectados con el mundo, pero cada vez menos herramientas para conectarnos entre nosotros.

La desconexión como acto de liderazgo

Desconectarse no es huir del trabajo: es volver a pensar. Un líder que no sabe pausar, no sabe dirigir. Porque sin pausa no hay criterio, y sin criterio no hay estrategia.

El descanso no se gana. Se defiende. Y en la era de la hiperconexión, defender el descanso es defender la lucidez.

Desconectarse es volver al propósito, a la conversación que no necesita pantallas, al tipo de liderazgo que inspira porque está presente, no porque está online.

Lo que se recupera cuando se corta la señal

Cuando el teléfono muere, el tiempo se ensancha. Las conversaciones duran más, las risas también. El silencio deja de incomodar y empieza a enseñar.

Quizás la gran competencia del futuro no será dominar la inteligencia artificial, sino recuperar la atención humana. A mirar sin distracciones. A pensar sin wifi.  A liderar sin simulacro.

No hay señal en la montaña. Tampoco en muchas salas de juntas. Allá arriba, el silencio conecta lo esencial; abajo, el ruido corporativo lo tapa.

Apagar el wifi no es desconectarse del mundo. Es recordarle al mundo y al liderazgo que no todo se puede conectar.

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