Medellín ha vuelto a detenerse. La reciente socavación de la vía férrea del Metro cerca de la estación El Poblado, que se suma a incidentes históricos en Acevedo (2021) y Tricentenario (2022), no es un evento aislado; es la manifestación de una fragilidad estructural que va más allá de un sistema de transporte. Es cierto que el Metro, al operar paralelo al afluente del Valle de Aburrá, el río Medellín, está constantemente en riesgo, pues el río siempre «reclamará el cauce que le fue arrebatado». Ante la emergencia, la pregunta de si la «culpa es del Metro» resulta simplista. Si bien la empresa ha invertido millones en mitigación, la realidad es que dependemos de un único sistema troncal, dejando a la ciudad y sus municipios aledaños en un estado de vulnerabilidad extrema ante cualquier falla.
La parálisis generada por la suspensión del servicio, que afecta diariamente a más de 140.000 personas, es una «enfermedad por la inmovilidad» que nos carcome mental y económicamente. El estrés y la ansiedad por llegar a tiempo no solo impactan al ciudadano de a pie, sino que también desbordan a conductores de vehículos particulares, comerciantes y empresarios. El plan de contingencia del Metro, que incluye buses sin costo, inevitablemente se queda corto—se necesitan 15 buses para igualar la capacidad de un solo tren—y, paradójicamente, traslada el caos a las vías, congestionando aún más las vías.
El fondo del problema es que Medellín no ha evolucionado hacia una ciudad sostenible en movilidad. Con un sistema de transporte público sin alternativas robustas y un modelo urbano disperso, las contingencias se convierten automáticamente en un colapso total. No somos, ni estamos cerca de ser, una «ciudad de 15 minutos» donde la mayoría de las necesidades básicas se satisfacen a poca distancia. La gran densidad de viajes diarios es una obligación impuesta por un diseño urbano que nos fuerza a cruzar el valle para trabajar, estudiar o hacer diligencias, exacerbando la necesidad de movilización masiva.
Una medida de contingencia que debe dejar de ser una opción y convertirse en un estándar es la adopción del teletrabajo y el tele-estudio. La dependencia actual de la operación física en empresas y establecimientos educativos es insostenible en momentos de crisis. Las empresas, tanto públicas como privadas, y las instituciones académicas tienen el poder de ser un actor clave en la mitigación del caos, permitiendo que sus empleados y estudiantes trabajen o estudien a distancia durante los ocho o más días que duren las obras. Esta flexibilidad protege la salud mental y garantiza la continuidad económica.
Ahora bien, ¿dónde entra el papel de la ciudadanía? Si bien las autoridades y el Metro deben liderar la solución estructural, el ciudadano tiene una responsabilidad directa e inmediata en la gestión del caos. Cada persona que decide salir «a ver qué pasa» o que emprende un desplazamiento no vital, se convierte en un ladrillo más en el muro de la congestión. El «ciudadano de a pie» deberá tener medidas de control a la hora de movilizarse por la ciudad en estos momentos: trate de movilizarse solo para asuntos vitales.
Si no podemos ser una ciudad de 15 minutos, la alternativa pragmática, al menos en medio de la crisis, es movilizarnos menos. Por eso, el llamado a la acción es urgente y directo: la próxima vez que el Metro anuncie una suspensión, sea usted el factor diferencial. Priorice sus desplazamientos. Si su diligencia no es vital (salud, alimentación, responsabilidades ineludibles), pospóngala. El vehículo particular que se suma innecesariamente a las vías no solo pierde tiempo, sino que impide el flujo de los buses de contingencia y de la movilidad crítica, «enfermando» la ciudad con cada kilómetro recorrido sin necesidad.
Dejemos de buscar un único culpable y empecemos a construir un pacto de conciencia urbana. Que las empresas implementen inmediatamente el teletrabajo. Que las entidades educativas hagan lo propio con el tele-estudio. Y que cada ciudadano se pregunte: ¿Mi viaje de hoy es realmente indispensable? Solo asumiendo esta responsabilidad colectiva, reduciendo la presión sobre un sistema frágil y dando un respiro a las vías, podremos mitigar el caos de la inmovilidad mientras la planeación urbana busca las soluciones estructurales que la ciudad necesita para no colapsar con cada lluvia.








