La historia de Colombia ha sido generosa con sus comunidades indígenas. A través de las décadas, se les han concedido extensos territorios, muchos de ellos considerados ancestrales, bajo la premisa de proteger su cultura y dignidad. Sin embargo, esa generosidad se ha transformado en un terreno fértil para los abusos. La tierra que poseen es vasta, pero en gran parte subutilizada. Pese a ello, la demanda de nuevas extensiones y privilegios no cesa. Hoy, el reclamo ya no se limita a los despachos institucionales: se ha trasladado a los parques, plazas y predios públicos de nuestra capital.
Los cabildos indígenas, otrora centros de vida y autogobierno, han devenido en plataformas políticas que en su proceder, infunden miedo y presión. Las continuas movilizaciones hacia Bogotá no son manifestaciones pacíficas de reclamo: son tomas concertadas de los espacios que pertenecen a todos los ciudadanos. Su ocupación de parques tradicionales ha generado daños irreparables, afectando el mobiliario urbano, los jardines, los espacios comunes que construyen la identidad de la ciudad.
Colombia ha confundido por décadas la inclusión con la sumisión. Hemos convertido lo que debía ser protección a comunidades indígenas en una licencia para la ocupación, la extorsión y el chantaje. Lo que hoy ocurre en Bogotá no es una protesta legítima. Es una toma hostil de la ciudad por parte de grupos que abusan de sus derechos y pisotean los de todos los demás.
El caso más alarmante es el reciente ingreso forzado a la Universidad Nacional de Colombia, donde impidieron el acceso no solo a los estudiantes sino incluso al propio rector que fuera designado por Petro desconociendo al verdadero titular. La educación, pilar esencial de la democracia, ha sido bloqueada por quienes, bajo el manto de la lucha ancestral, recurren a métodos de coacción y sabotaje.
Este proceder no solo vulnera los derechos de la mayoría ciudadana, sino que mina peligrosamente los cimientos del Estado de derecho. La autoridad legítima, desbordada y humillada, observa impotente cómo la anarquía se enmascara de reivindicación social. Si no se restablece el orden y el respeto por los bienes públicos, el desenlace será inevitablemente violento y sangriento.
En esta espiral de caos, el principal responsable no será otro que Gustavo Petro, quien, lejos de gobernar para todos, ha apadrinado y alentado estas prácticas. Su discurso ambiguo, su connivencia abierta con los movimientos radicales, y su incapacidad para garantizar el respeto al espacio público, son la chispa que acerca cada día más a Colombia al abismo. Gustavo Petro ha convertido el Estado en un campo de experimentación ideológica donde todo lo que huela a orden es represivo y todo lo que parezca caos es revolucionario. Su complicidad con estas acciones no es accidental, es estructural. Petro no gobierna: patrocina el desorden.
La democracia exige respeto, convivencia y ley. No puede existir democracia donde una minoría impone por la fuerza sus intereses sobre el resto de la Nación.
El incidente ocurrido en el Club El Nogal, donde una socia de manera espontánea increpó al exalcalde de Medellín, Daniel Quintero, utilizando expresiones como “¿Qué hace esta indiamenta acá?”, ha generado diversas reacciones en el ámbito político y social colombiano. Ese incidente lo están convirtiendo en un florero de Llorente.
El presidente Gustavo Petro se aprovechó de inmediato de ese hecho calificando el comportamiento de la mujer como un ejemplo de “arribismo” y señalando que este tipo de actitudes pueden conducir al fascismo. Petro expresó: “La indiamenta de una clase alta que se cree aristocrática y olvida sus propios ancestros. A esto se le llama arribismo y el arribismo de clase media, lleva al fascismo”. Estas palabras no tienen mucho sentido. Y como ya es costumbre están cargadas de odio. Petro no mide las consecuencias de sus exabruptos.
No hay derecho a tanta irresponsabilidad. Por las palabras de una persona, equivocadas en algún sentido o no, no debe agraviar a toda una comunidad que ya fue víctima de un feroz atentado con bomba por parte de las Farc.
Esta reacción exagerada, al igual que la de Quintero, que cometió el abuso de al parecer grabar y usar la grabación en las redes, exponiendo gravemente a la socia en cuestión, solo van a polarizar y desembocarán probablemente en hechos que después habrá que lamentar.
Si se presenta un estallido de violencia, cosa que resulta probable, no habrá que buscar culpables entre los manifestantes o la Policía. El culpable será el actual ocupante de la Casa de Nariño.