El 9 de abril de 1948, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, no solo cayó un hombre: se frustró un proyecto de país. El líder liberal, que encarnaba las esperanzas de los sectores más marginados, fue silenciado por una bala cobarde en pleno centro de Bogotá.
Lo que siguió fue una ciudad en llamas, un país estremecido, y una violencia política que se convirtió en el hilo conductor de nuestra historia contemporánea. Pero, a pesar del magnicidio, hay algo que no lograron matar: la palabra. Y, entre todas, resuena con fuerza su Oración por la Paz, un célebre discurso pronunciado en la otrora Marcha del Silencio, que hoy parece escrito para el presente:
“No se trata de la paz de los sepulcros ni de la paz del silencio de los esclavos. Es la paz que se cimienta en el respeto a la dignidad humana, en la igualdad de oportunidades para todos, en la supresión de los privilegios inmerecidos…”
Hoy, 77 años después, el país sigue navegando en aguas turbulentas. Aunque las armas de los grandes caudillos han sido reemplazadas por micrófonos, redes sociales y pactos frágiles, la polarización política, la exclusión social y la violencia sistemática persisten con rostros nuevos, pero con raíces similares. La Colombia de hoy con sus acuerdos de paz tambaleantes, sus líderes sociales asesinados, sus escándalos institucionales y su democracia tensionada— es el resultado directo de un pasado que nunca se resolvió.
Colombia sigue esperando esa paz anhelada por el caudillo liberal. No esa paz firmada en cuestionable tratado que no se cumple ni se hizo efectiva, ni la que se declara a ultranza desde los púlpitos oficiales mientras se asesinan líderes sociales en las regiones. La verdadera paz la que soñó Gaitán sigue pendiente.
Vivimos en una Nación donde la polarización es pan de cada día, donde el poder político muchas veces se pone al servicio del interés privado, y donde la corrupción y la impunidad siguen siendo la norma. Los discursos siguen prometiendo transformaciones estructurales, pero el pueblo aún espera justicia social real, inclusión política efectiva y reparación histórica.
La muerte de Gaitán se puede interpretar con el significado de la negación del poder a las mayorías, un freno a la posibilidad de un proyecto político incluyente, moderno y profundamente popular. En las distintas hipótesis, de las circunstancias que rodean su muerte, se dice que la élite temió su ascenso, y en esa tensión entre las esperanzas de unos y los miedos de otros, lastimosamente el país eligió, o permitió, la violencia como lenguaje común. Desde entonces, hemos vivido bajo la sombra de ese 9 de abril, repitiendo ciclos de guerra, corrupción, represión y olvido.
Pero lo más alarmante de la Colombia actual no es que persistan los síntomas de aquella enfermedad histórica, sino que parecemos resignados a convivir con ella. Hoy, líderes sociales y periodistas siguen cayendo bajo balas anónimas; la desconfianza hacia las instituciones crece, y los discursos de odio vuelven a ganar terreno. La impunidad, como en 1948, se convierte en rutina.
La paz por la que clamaba Jorge Eliecer Gaitán no era la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia. Y mientras eso no se garantice, su asesinato seguirá siendo una herida abierta. No solo por lo que significó su muerte, sino por lo que aún no hemos sido capaces de construir con su vida.
Recordar el magnicidio de Gaitán no es un simple acto conmemorativo: es una advertencia. Cada año que pasa sin que aprendamos las lecciones de aquel día, nos acercamos un poco más a repetirlo. Y aunque no podemos revivir a Gaitán, sí podemos recuperar su legado: la creencia en una Colombia para todos, donde la política no sea un campo de exterminio, sino un espacio de construcción colectiva.
Hoy más que nunca, a Colombia le urge retomar el rumbo que el líder inmolado en 1948 intentó trazar. Porque si bien la historia nos ha enseñado que los líderes pueden ser silenciados, también nos recuerda que sus ideas, cuando son justas, se convierten en llama viva en el corazón del pueblo.
Algo creo ha cambiado: la gente ha comenzado a hablar el lenguaje de Gaitán. Campesinos, jóvenes, indígenas, mujeres, líderes comunitarios todos aquellos que se consideraban históricamente silenciados hoy levantan la voz, empleando los nuevos medios de difusión y comunicación masivos.
En cada marcha por la justicia, en cada reclamo por la vida, en cada exigencia de verdad, se oye el eco de aquella oración. El pueblo colombiano ha hecho suyas esas palabras, y las ha convertido en acción.
Hoy más que nunca, Colombia necesita rescatar el espíritu del líder caído expresado en justicia social, dignidad y esperanza. Porque si no lo hacemos, seguiremos atrapados en la misma historia, contada con nuevas víctimas, pero con los mismos verdugos.