La caída de AWS reveló algo más grave que un fallo técnico: perdimos habilidades humanas básicas y nos volvimos inútiles sin una pantalla que nos diga qué hacer.
A las 10:17 de la mañana del lunes 20 de octubre, medio país se enteró —a las malas— de que su vida dependía de un servidor que nadie ha visto, ubicado en algún punto del planeta que tampoco sabemos ubicar en un mapa. Cayó AWS… y con ella cayó media Colombia.
Bancos, aplicaciones, pagos, transportes, plataformas estatales… hasta el parqueadero del centro comercial quedó convertido en cápsula del tiempo. Lo más curioso no fue la falla. Lo más curioso fuimos nosotros.
El día que nos tocó volver a hablar… y no supimos cómo
La escena se repitió en cientos de lugares: gente paralizada frente a un mostrador; cajeros que no sabían hacer sumas básicas; empleados buscando en pánico un talonario que nadie había usado desde 2009.
Cuando un cliente preguntaba: —¿Y ahora qué hacemos? La respuesta era un poema nacional: —Pues… toca esperar que vuelva el sistema.
Es decir: yo solo sé funcionar si una pantalla me dice qué hacer.
La caída tecnológica no reveló la fragilidad digital. Reveló algo peor: la pérdida de competencias humanas que alguna vez fueron normales. Hablar. Escuchar. Resolver. Pensar con creatividad. Esas destrezas que se desarrollan conversando, observando, encarando situaciones simples… hoy están atrofiadas.
No es la nube: es la torpeza que construimos
No nacimos dependientes de un servidor. Nos volvimos dependientes. Automatizar está bien; lo que está mal es renunciar a las habilidades que la automatización no reemplaza.
Es cómodo que el sistema elija la ruta, calcule el vuelto, clasifique la queja, asigne el turno, identifique la cédula, verifique el pago. Hasta que el sistema se cae… y descubrimos que la competencia más escasa del siglo XXI es saber atender a un ser humano sin ayuda del software.
Ese día, mientras Nequi agonizaba y Bancolombia se congelaba, vimos el retroceso en vivo: personas incapaces de resolver lo básico, negocios sin plan B, empleados sin iniciativa porque no hay botón que les diga qué pensar.
No nacimos así. Los volvimos así: entrenados para obedecer la pantalla, no para pensar; para seguir protocolos, no para cuidar al cliente.
La frase que destruye más que la falla técnica
Hay un mantra moderno que ya merece estatua: “El sistema no me deja.”
Lo usamos para todo. Es la excusa perfecta: no exige criterio ni pensar, y mucho menos decidir. La caída de AWS solo lo hizo más evidente: nos acostumbramos a delegar la responsabilidad en una plataforma que no siente vergüenza, no se sonroja y no da explicaciones.
Una persona cobra dos veces a un cliente que ya pagó… Pero “el sistema dice que debe”. Y si el sistema dice que debe, ¿quién soy yo para contradecirlo?
Le creemos más a un error de software que a la palabra de un ser humano. Ese es el verdadero desastre.
La vida sin plan B: una cultura deteriorada
Cuando la Superintendencia Financiera sancionó a Bancolombia con $500 millones por no informar adecuadamente durante las caídas de junio de 2024 —es decir, por violar principios básicos de trato justo, debida diligencia y transparencia— no estaba castigando un error técnico. Estaba castigando la incapacidad de operar con responsabilidad cuando el sistema no coopera.
Desde entonces ha habido múltiples fallas. Y cada una deja el mismo sabor: un país que modernizó las plataformas, pero no modernizó las habilidades humanas que las sostienen.
La sostenibilidad no es solo carbono neutro y reciclaje. La sostenibilidad también es la capacidad de seguir funcionando cuando algo falla. Un sistema que presume ser sostenible, pero se derrumba ante una caída de plataforma, no es sostenible: es frágil, con buen discurso.
En otras palabras: aquí se acabó la excusa del “se cayó el sistema”. Cuando el regulador ya sanciona la torpeza digital, lo que está en juego no es la nube, es la cultura.
La idiotez elegante: creer que tecnología = criterio
El discurso empresarial dice que la tecnología nos volvió más eficientes. La realidad dice que nos volvió más torpes para lidiar con lo inesperado.
Antes, un empleado solucionaba. Hoy, un empleado espera.
Antes, un gerente decidía. Hoy, un gerente pregunta al dashboard.
Antes, el servicio dependía del criterio. Hoy depende del “estado del servidor”.
El progreso no es tener todo digital. Progreso es poder seguir funcionando cuando lo digital no está.
Lo que vivimos ese lunes fue la prueba más cruel: sin sistemas, muchos quedaron en blanco. Sin pantallas, quedaron sin ideas. Sin instrucciones, quedaron sin iniciativa. Eso no es modernidad. Eso es dependencia con pretensión de sofisticación.
La creatividad… esa vieja amiga que olvidamos
Cuando el sistema se cae, lo único que queda es creatividad humana: pensar, resolver, improvisar con criterio, encontrar caminos alternos, negociar, cuidar al cliente, sostener la operación con cabeza fría.
Y eso, justamente eso, es lo que más nos falta.
Automatizar procesos no debería significar automatizar cerebros. Pero aquí ocurrió: dejamos de practicar lo que nos vuelve humanos. Tratamos la creatividad como si fuera un lujo del siglo pasado, no una necesidad básica para sobrevivir en este.
El problema no fue AWS: el problema fue el espejo
La caída de la nube no dañó el país. Solo iluminó algo que preferimos no mirar:
Nos volvimos incompetentes para lo básico. Idiotas funcionales cuando la pantalla se apaga. Dependientes de un botón porque perdimos el músculo del criterio.
Ese lunes nos devolvió a la era analógica: al papel arrugado sobre el teclado, al sello de tinta, al teléfono fijo. Y ahí entendimos lo más doloroso: la tecnología avanzó más rápido que nuestras habilidades para vivir sin ella.
El verdadero apagón ocurrió en nosotros
La próxima vez que falle un servidor —porque va a volver a fallar— no deberíamos preguntarnos por qué colapsó la nube. La pregunta correcta será otra:
¿Por qué colapsamos nosotros?
Si un país no puede atender a un cliente cara a cara, si un empleado no sabe resolver sin software, si un banco no sabe informar sin plataforma, entonces el verdadero problema no está en la nube. Está en el piso. En nosotros.
Porque la tecnología no nos volvió incapaces. Nosotros delegamos demasiado. Y cuando la pantalla se apagó, descubrimos un vacío más profundo que la falla técnica: ya no sabemos qué hacer sin instrucciones.





