La vida laboral, ese intrincado tejido de relaciones y jerarquías, a menudo nos confronta con realidades que desafían nuestra comodidad. Se suele decir que uno tiene que «tragarse sapos», pero mi experiencia, forjada a lo largo de los años, me ha enseñado una verdad más profunda: la clave reside en acomodarse al estilo de trabajo del líder. Ignorar esta premisa es, en muchos casos, la receta para una estancia breve e insatisfactoria en cualquier empleo.
Hubo un tiempo en mi pasado profesional en el que la incomprensión de los estilos de liderazgo de mis superiores me sumía en momentos perdurables de indignación, rabia, molestia, incertidumbre, ansiedad y estrés. Me enfermé, rumiaba pensamientos sin cesar, me aburría profundamente y sentía un impulso constante de huir. La jornada laboral se convertía en una carga agotadora, y mi eficiencia fluctuaba de manera errática, víctima de mis propias resistencias internas.
Sin embargo, llegó un punto en el que me tocó tener conciencia de que no podía seguir con esa actitud. Me cuestioné la justicia de luchar contra todo, reconociendo mi propio deseo de control y mi desacuerdo con las directrices, decisiones y actuaciones de mis jefes inmediatos. Fue entonces cuando operé un cambio fundamental: decidí comprender y entender el estilo de liderazgo de mis superiores. Y aunque ese estilo fuera o no de mi gusto, o incluso si lo consideraba incorrecto, la elección era mía: no resistirme y luchar en contra de ello.
Al abrazar esta comprensión, comencé a gestionar mis emociones frente a los diversos estilos de liderazgo. Hoy puedo afirmar con convicción que esa resistencia se ha desvanecido de mi vida. Esta transformación me ha dotado de la habilidad de “leer” a los líderes que he tenido durante los últimos cinco años, permitiéndome convertirme en un aliado más, incluso cuando no comparto plenamente su enfoque. Es una capacidad que, curiosamente, se asemeja a la situación que presenciamos recientemente en el ámbito político.
Precisamente, escuché hace unos días una entrevista radial al ministro de Defensa, Pedro Sánchez, en la que narraba lo que sintió al subir a la tarima el pasado sábado 21 de junio. En aquel evento, el Gobierno Nacional, liderado por el presidente Gustavo Petro, reunión a senadores, representantes a la Cámara, concejales, representantes de víctimas y los más peligrosos capos criminales de La Oficina, la organización delincuencial que por años ha sembrado el terror en Medellín y otras ciudades importantes.
Todos estaban congregados para la iniciativa «Paz Urbana», impulsada por el presidente Petro con el objetivo de lograr el sometimiento de estas agrupaciones delincuenciales, que suman no menos de 8.000 individuos en municipios como Medellín, Bello, Envigado, Itagüí, Caldas, La Estrella, Sabaneta, Copacabana, Girardota y otros. El Ministro manifestó su indignación al ver a los capos criminales de La Oficina, pero subrayó que entendía que su jefe, el presidente de Colombia, apostara por el proceso de Paz Urbana.
Aclaró que él no es quien negocia, y que su misión como Ministro de Defensa Nacional es muy clara. Pero, al igual que en mi experiencia laboral, debía entender que su labor era enmarcarse en la estrategia del Gobierno Nacional y transmitir un mensaje contundente: «yo no estoy para negociar, estoy para aplicar la ley a estos grupos criminales».
Su testimonio subraya la importancia de entender la visión de quien lidera, incluso cuando implica una disonancia personal. Es crucial aclarar que este entendimiento no implica, bajo ninguna circunstancia, tolerar el acoso, el abuso o el maltrato por parte de superiores; Esas son señales innegables de que uno debe abandonar ese lugar de trabajo de inmediato, sin importar el temor a la inestabilidad económica.