miércoles, junio 25, 2025
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(OPINIÓN) Cuando el crimen sube a la tarima. Por: Santiago Valencia González

Durante muchos años he recorrido Medellín. Primero, de la mano de mi padre; luego, como funcionario de la Alcaldía, Congresista y Secretario de la Gobernación. La he caminado entera, calle a calle, por todas sus comunas y corregimientos. He escuchado las historias de quienes sobreviven cada día en medio del miedo. Y créanme: si algo conozco bien, es esa Medellín profunda que no aparece en los comerciales de turismo, pero sí en los partes forenses.

Ahí, donde los “combos” mandan más que el Estado, se han escrito algunas de las historias más dolorosas que he conocido:

Curso de Inteligencia Artificial - Carlos Betancur Gálvez

Un joven fue invitado a una fiesta “gratis”: prostitutas, drogas, alcohol sin límite. Tres días después lo dejaron en su casa. A la semana, ya los estaba buscando. Quería volver a ese mundo artificial y terminó reclutado ¿La promesa? Más droga.

Un reciclador, sin saberlo, cruzó una frontera invisible. Le quitaron el celular, marcaron a un familiar y, cuando este contestó, lo mataron. Lo asesinaron en vivo. Un mensaje. Un “aviso”.

Un muchacho bueno y estudioso fue acusado falsamente de robar un portátil. Decidió dar la cara ante el jefe del combo. “Yo no fui”, dijo. Un lugarteniente drogado decidió no creerle: le vació el proveedor. Lo mataron. Su madre vio pasar al victimario en moto varios días por el frente de su casa. Hasta que el mismo combo lo asesinó por, según ellos, “calentarlos” con la Policía.

Estas historias no son excepción. Son ejemplos de miles de tragedias que se repiten a diario. Son parte de una regla trágica.

Hoy, Medellín registra una de las tasas de homicidios más bajas en años recientes: 359 en 2024, una reducción del 18 %. Pero la cifra no alcanza a mostrar el fondo del problema. Porque mientras los homicidios bajan, los combos se perfeccionan. Ya no necesitan matar todos los días: ahora controlan territorios, economías y vidas enteras sin disparar una sola bala.

Operan en al menos el 80 % de la ciudad. Controlan el microtráfico, la extorsión, la explotación sexual de menores, los préstamos “gota a gota”, la venta de huevos, de arepas, de minutos. En muchos barrios, reemplazaron al Estado. Son gobierno criminal.

Y, en un acto que avergüenza a la democracia, el presidente Petro los subió a la tarima.

Allí estaban alias Douglas, Tom, Lindolfo, Pesebre… presentados como “voceros de paz”. ¿Voceros de qué? ¿De cuántas madres que han enterrado a sus hijos? ¿De cuántos comerciantes extorsionados? ¿De cuántos jóvenes reclutados, drogados y convertidos en carne de cañón?

Ese acto fue más que un error. Fue una afrenta a Medellín. Una amenaza. Una humillación para las víctimas. Una validación simbólica del crimen. Y lo peor: muchos de esos jefes aún delinquen desde la cárcel.

Aquí se han invertido los valores. Hoy se exalta al victimario y se silencia al ciudadano honesto. Se intimida a la sociedad con acuerdos oscuros y se justifica el terror con pactos mal llamados de paz.

El Gobierno dice que los homicidios bajaron, pero no dice que la gente ya no denuncia por miedo. Que el control territorial es más férreo. Que el que habla, muere. Que el combo no necesita matar todos los días, porque ya ganó el control emocional de los barrios.

La paz no se decreta. Se construye con justicia, con autoridad, con verdad.
Y, sobre todo, con dignidad.

Porque si la paz es entregar la tarima al crimen, entonces no es paz.
Es claudicación.

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