En Colombia hemos normalizado el grito, la descalificación o el silencio. Hemos confundido la firmeza con la imposición, la diferencia con el enemigo, y el desacuerdo con traición. La conversación, esa herramienta esencial de cualquier democracia sana, ha sido sustituida por monólogos, trincheras ideológicas y ataques disfrazados de opinión.
Los diálogos se rompen antes de iniciar, donde los espacios de encuentro se reducen y donde el que piensa distinto es visto como amenaza. La conversación pública está enferma, y no por falta de temas, sino por falta de disposición a escucharnos de verdad.
En los escenarios políticos, los debates son cada vez más vacíos y ruidosos. En redes, cualquier intento de argumentar se ahoga en insultos. En las instituciones, la conversación es escasa. Y en las familias, incluso, hablar de política es terreno minado.
Pero lo más grave es que ya no sabemos diferenciar la verdad de la mentira. Las emociones se manipulan, los hechos se distorsionan y las convicciones se vuelven armas. En este terreno movedizo, la democracia pierde suelo, y el ciudadano queda solo, confundido y agotado.
Y sin embargo, hablamos de política todo el tiempo. Pero muchas veces no hablamos para entender, sino para imponer. Y otras veces, no hablamos de nada más. Como si no existiera la poesía, la música, los afectos, las preguntas esenciales. Como si la política, en vez de ayudarnos a vivir mejor, nos consumiera por dentro. Es peligroso y francamente aburridor, que la política invada todo, si no va acompañada de una conversación más amplia, más humana, más real.
Y si vamos a hablar de política, que sea con fundamento y con convicción, no por conveniencia ni por oportunismo. Que sea para construir país, y no para convertir un nombre resonante en el único argumento.
Una democracia no sobrevive solo por la existencia de elecciones, sino por la calidad de su conversación pública, por la posibilidad de expresar sin miedo, de contradecir con argumentos, de ejercer la ciudadanía con voz y con alma.
Sí, conversar también es hacer patria. Escuchar al otro, con atención y sin prejuicio, es un acto político. Preguntar sin atacar, confrontar sin aplastar, proponer sin deshumanizar: eso también es construir país.
Hoy, cuando el desencanto parece ocupar el centro del debate nacional, cuando muchos prefieren callar por temor o por cansancio, necesitamos recordar que no hay democracia posible sin palabra compartida. La historia nos ha enseñado que cuando se rompe el diálogo, se abre paso la violencia. Pero también nos ha mostrado que, cuando hay voluntad de escuchar, incluso las heridas más profundas pueden empezar a sanar.
Defender la democracia no es solo resistir los abusos del poder. Es también crear espacios donde las personas puedan hablar. La democracia no es solo un sistema: es una forma de vivir juntos. Y vivir juntos implica conversar.
Necesitamos volver a hablar. Pero no solo para opinar. Requerimos hablar para comprender, para abrir caminos, para imaginar futuros posibles. Necesitamos hablar para no rendirnos.
Porque en medio de tanto ruido, aún hay tiempo y razones para creer que Colombia puede volver a encontrarse en la palabra.