Lo sucedido el sábado 7 de junio de 2025 en Bogotá no es un hecho aislado, ni una simple anécdota policial. Es una señal grave de hasta qué punto la violencia política ha vuelto a infiltrarse en nuestra vida pública. El intento de asesinato contra el senador Miguel Uribe Turbay a manos de un sicario cuya corta edad y presuntos vínculos con grupos extremistas como la llamada “primera línea” estremecen no puede ser tratado como una coincidencia ni como una simple desviación individual. Este joven, debería, como acontece en los Estados Unidos, ser llamado a responder como adulto por su delito, tuvo una frialdad inmensa y se ubicó estratégicamente a espaldas del candidato. Todo lo ocurrido confirma el ambiente cada vez más tóxico en que vivimos con la violencia, incubándose entre discursos incendiarios y liderazgos irresponsables.
La vida es sagrada. Ese principio, que debe ser inquebrantable en una democracia, ha sido pisoteado por quienes han decidido hacer política con rabia, con odio, con llamados a la confrontación permanente. Si algo quedó claro en las imágenes del atentado es que Colombia está en una encrucijada: o reafirma su vocación democrática e institucional, o se desliza sin retorno al pasado tenebroso de los magnicidios y la persecución política.
El presidente de la República, Gustavo Petro, tuvo la oportunidad y el deber moral de elevar su voz por encima de las pasiones, condenar sin ambigüedad el intento de asesinato y respaldar con claridad al sistema democrático del que él mismo hace parte. No lo hizo. Lo que ofreció, en cambio, fue una intervención errática, inconexa, y, para muchos, pronunciada bajo efectos visibles de alcohol o alguna sustancia. En lugar de comportarse como un estadista», eligió el papel de víctima confusa, queriendo acercarse a la familia del senador con una afectación que no convenció a nadie. No hubo un solo llamado serio a respetar la vida, a defender la institucionalidad, ni a rechazar a los fanáticos que hoy disparan en nombre de una causa.
La ciudadanía presente en los alrededores de la Clínica Santa Fe no fue indiferente. Los gritos y arengas de rechazo que recibió el mandatario a las afueras de la clínica no son espontáneos ni injustificados: son la expresión de una mayoría harta de que desde lo más alto del poder se promueva el rencor, se glorifique la confrontación y se tolere cuando no se justifica la violencia como forma de acción política.
Los mensajes constantes de odio que el presidente publica en su cuenta de X, la estigmatización de opositores, empresarios, periodistas, y miembros de otras ramas del poder, han creado un caldo de cultivo donde este tipo de atentados se vuelve no solo posible, sino casi inevitable.
El sábado, Colombia estuvo al borde del abismo. Pero aún hay tiempo para detenernos. Para que todas las fuerzas políticas, sin excepción, condenen de forma tajante la violencia y se comprometan con la defensa de la vida. Para que el Estado, desde la Fiscalía hasta la Presidencia, actúe con firmeza y sin cinismos. Para que los discursos no sigan disparando balas simbólicas que luego otros convierten en reales. Una pluma mal utilizada muchas veces hace más daño que las balas disparadas.
Miguel Uribe Turbay no es solo un senador: es símbolo de una juventud que tiene claro que la política puede ser ejercida desde las ideas, desde el debate, desde la institucionalidad. No desde la trinchera del odio. No desde el prejuicio. No desde el delirio de creer que a quien piensa distinto hay que eliminarlo. Como bien dijo alguna vez su abuelo, Julio César Turbay, “la democracia se defiende con democracia”. Hoy, esa frase vuelve a sonar con una urgencia dolorosa.
Porque la vida no tiene ideología. La vida es sagrada. Y Colombia no puede permitir que se repita la historia. A su familia, que ya sufrió la trágica muerte de Diana Turbay, madre de Miguel, le expreso mi más sentida solidaridad y mis oraciones por su pronta recuperación.