Por: Óscar Jairo González Hernández.
¿Desde el signo y el cero, qué es lo que busca usted decirse o decirle a los lectores, o es usted mismo su lector, su yo lector melancólico, de sus maneras de hacerse una historia a sí mismo; el libro como su otra naturaleza, en la que o desde la que intenta hacer su catarsis, sus ascesis a sus mundos, a sus fantasmas; y por qué la ironía, la risa (humor); y como se formó o se ha formado usted para este libro en el Signo Cero?
La transmisión del sentido y del sinsentido, ambos en los mismos campos magnéticos, vibra en distintas frecuencias, duraciones e intensidades: de la muerte que abre el libro a la vida que lo cierra, de la melancolía romancista al automatismo surrealista, pasando por el humor y la experimentación con los microrrelatos.
La imaginación poética es ilimitada y expandida. Y las emociones, claves en el color de cada texto, materia oscura, protones delirantes, fotones que iluminan la mente como los destellos de un relámpago. El libro reúne textos de 2013 a 2018, inicialmente se iba a llamar Paisajes Metafísicos, pero el poeta Rubén Vélez, que lo leyó hace años, me comentó: “Ni paisajes ni metafísicos. Yo que tú me dedicaría a la jardinería”. Entonces lo titulé Árbol de Lluvia y le hice unos cambios.
Luego quise que hubiese unos lectores críticos, como vos, Óscar, y un poeta de Rionegro (Antioquia.) a quien admiro y aprecio mucho: Marbin Barros, además del médico, poeta y pintor José Mario García, y por supuesto mi amada hija, a quien le encantó. Marbin me sugirió titularlo Signo Cero, ya que daba cuenta de las sensaciones poéticas que atraviesan el libro. Y, así pues, hoy, después de 7 años, ve la luz en Amazon Kindle y de manera directa, en formato digital.
Por último, mi formación es docente, universitario, escritor, periodista y viajero inmóvil. EL FARSANTE Para salir del aburrimiento y del vacío, el farsante, ensimismado, escribía aforismos y poemas sin sentido. Era su forma de estar desnudo, sin disfraz, en la embriaguez de las noches intermitentes. Al día siguiente, en un ritual automático, se ponía su mejor máscara para enfrentar el difícil viaje a su drama existencial. Hasta que un buen día olvidó su traje de tirano y desnudo en medio de la ciudad, comenzó a hablar en una lengua desconocida: “glosolalia”, afirmaron los guardias del pabellón psiquiátrico.
DOCE No sé el nombre de las flores ni de los árboles que me rodean, prefiero dejarlos inefables y puros sin la cicatriz de la palabra. Por fuera del lenguaje lucen hermosos e intactos, lejos del símbolo brillan, conservan sus formas y colores, sin su nombre en latín o sin su nombre vulgar. La rosa, por ejemplo, podría llamarse azar, el anturio por ejemplo, podría llamarse santo, el laurel podría llamarse espiral y, sin embargo, ellos siguen ajenos, viven su vida sin saber sobre el sentido.
Mientras más huérfanos de humanidad, más plenos de perfección. No sé el nombre de las flores, ni de los árboles que me rodean y nunca quiero saberlo. ¡La palabra es una cárcel… donde habita la confusión.