Por: Óscar Jairo González
Las ciudades son como los abismos. Nos abismamos en ellas, y ellas nos abisman. Nos pueden llevar al abismo, nos pueden abismar. Y no exactamente desde lo que todavía se dice o del cómo se dice, como desde un cliché: capacidad de sorprenderse. Porque también uno querría decir al revés: Incapacidad de sorprenderse.
Ya se podría, también decir, evidenciar uno a sí mismo, que no tiene capacidad de sorprenderse, que es incapaz o que está incapacitado para hacerlo o para verse así mismo desarrollando esa “capacidad”. Entonces sería como observar la ciudad como un medio (alimento-elemento), también o no de la capacidad o incapacidad de abismarse.
Estamos ante la ciudad como abismo, el abismo de la ciudad, que nos asombra, sorprende e interpreta o interpretamos en el orden mismo de la mesura, o en el desorden mismo de la desmesura.
Mesura y desmesura, quizá, midan el abismo. Como cuando el mismo es el fondo del mar. La ciudad en ese fondo que nos abisma o ante la que nos queremos abismar. E ir más a la profundidad, nos decimos que abre la profundidad. Nos sentimos atraídos por vivir en una ciudad que quede en el fondo del mar, como los nyctalopes o como el personaje de la novela de Jean de La Hire, León Sain Clair: El niyctalope).
Queremos ser como ellos. Y así, con la ciudad, queremos vivirla en la profundidad, nada de eso de “experiencia profunda”, sino de la experiencia misma de la superficie profunda de la ciudad o del mar. Tememos hacerlo, porque la urbe conocida en profundidad, es la desmesura, lo irreconocible, lo impenetrable, lo inalcanzable.
Es el libro de la ciudad, que está invadido por la locura, la ciudad loca, o sea, la del abismo y la profundidad, lo abisal. Eso es. Y la otra urbe, es la de la superficie, la vivo, en lo que domino, como lo domino, como lo sé.
Ciudad que domino, que sé, que vivo, porque la conozco, o puedo decirme que la conozco. Y la otra, se mantiene desconocida. La ciudad me alimenta y me lo quita. Cada quien se alimenta en su mesura. Y no: en su desmesura. Comer del alimento que nos da la metrópoli, de su desmesura.
En medio de esa condición del abismarse, el transeúnte, se mueve en la ciudad. Y hace torsiones para desviarse. Propone a su visión de la ciudad, no la crónica maniobrada, sino la crónica sin maniobra, en donde lo inesperado devela y revela, muestra y oculta. Discrimina e incrimina. De allí, entonces, en ese caminarse de mar a la ciudad, de la urbe a la librería, que es su mar, se encuentra con la Librería Dante, localizada en la calle Colombia, entre la Avenida Oriental y la carrera El Palo.
Nunca conoció el nombre del librero, o en ese momento no quería saberlo. O todavía. Ya lo sabe. No le propicia saberlo, sino corroborar lo extraño de ese librero para él. Nunca lo exasperó no tener trato con el librero, porque de vez en cuando podía y tenía como vencer ese obstáculo, pues tenía con como adquirir (de la compra) el libro que quería. O que lo quería a él (intercambio esotérico con el autor y su obra). Considera que los libreros son médiums, que no tienen nombre, los libreros y él mismo o ella misma. Ya después, supo que el librero se llamaba Federico Cuartas. Y sé contraria, más todavía, por saber su nombre. Él mismo no sabe su nombre, lo busca entre los libros o entre las cavidades de la ciudad-mar, en la que dice a sí mismo, tiene que vivir o querría vivir. Una librería Dante, como si tuviera que ir del cielo al infierno y de ahí quedarse en el purgatorio como lector o como quien sale y entra de una librería. El riesgo y el vértigo de serlo o no serlo, para toda la vida. Y así, conoció a Boticelli quien la ilustró, en su momento. Mirarse en el libro que lee.
Es su exilio. No quiere morir en la ciudad, sin que nadie sepa de esa librería la propone y la presenta a los otros que se mueven por el camino del cinabrio. No dice nada de ese camino; pero así era esa librería, a la que nunca quería acceder, no tenía como accederla, pues sin duda, era como un laberinto para él, que debía de tener una clave para entrar en ella. No era como todas las otras librerías que conocía, en las que podía entrar tranquilamente, sin tener que indicar una clave secreta, pues no se requería ni la reclamaban. Nunca tenían establecidas esas medidas. Todos los libreros decían conocerte o que tenían evidencias de que te conocían como lector. El librero era el librero, así no supiera de libros ni de nada, o si sabía mucho o demasiado, también lo mostraba, con pedantería demoledora. No se tenía como contenerlos.
Y así estábamos, pues, ante la elección del lector, como quien lee a Dante y Dante decide que sea su lector, de La Comedia. El abismo, entonces, se abrió para él cuando la librería misma era un libro, se hacía abismo de uno que nunca había leído, lo provocaba, a leerlo. Y nunca tuvo la clave, para acceder (de la askésis) a la librería, siempre se quedó observando la vitrina, tratando de conocer la clave de ser miembro de esa comunidad secreta, que el librero le solicitaba con su mirada inquisidora.
No condeno nunca esa mirada, la necesitaba, porque el mismo era su inquisidor, en el sentido de quien inquiere. Y siempre sintió que, cuando quería adquirir un libro, de los que estaban exhibidos en la vitrina, se acercaba al mostrador de la librería, y con voz queda e intimidada, decía al librero: ¿Qué precio tiene ese libro de Elipas Leví: Dogma y ritual de la alta magia, el que está en la vitrina? El librero miraba al adolescente faustrolliano, como diciéndole: ¿Y usted para qué quiere leer eso, quién es usted? Y así, también la lectura de la ciudad, como la ciudad de Teópolis (Los estetas de Teópolis de José María Vargas Vila: (…) El primer deber de todo artista, tal vez su único deber, es ser personal; reflejarse y reproducirse en su Obra (…). En su intolerancia estética (resultado de su sensibilidad) y desmesurada decadencia, que es a la vez, prueba irrefutable de lo que son y lo que somos en las ciudades, en la ciudad del fondo del mar, donde la naturaleza, hace su tarea entre lo que es, lo que no es y lo que será, porque tiene vida, la vida en movimiento. Y contiene, su propia interpretación relevadora de lo ininterpetrable, como nosotros mismos.
De lo inaccesible de la ciudad, de lo inaccesible de Dante, de lo inaccesible de una radiante librería (y de un librero). Interrogamos a lo desconocido, para hacerlo conocido, no como respuesta que resuelva la interrogación, sino como el contínuum de lo que interrogamos, de lo que nos interroga.
Fotografías: Ángela Inés Ospina C.