Por Jaime Restrepo Vásquez
Durante la campaña presidencial, nos dijeron que estábamos igual a Venezuela. Lo que parecía ser una descripción, terminó siendo una confesión, una predicción del futuro inmediato de lo que pasaría en Colombia.
No solo es la inflación galopante, el hambre que crece en los sectores populares, el crecimiento exponencial de la violencia y del crimen en todo el territorio nacional. A las tragedias anteriores hay que sumar el afianzamiento de una clase de nuevos ricos, integrada por los más mediocres, los peores, aquellos que no tienen escrúpulos ni asco para ejercer el pillaje.
Esa clase de nuevos ricos está integrada por empresarios, militantes y funcionarios públicos que han apoyado el proyecto comunista que ahora encarna Petro y tienen fácil acceso a los fondos públicos. A esos nuevos ricos los podríamos llamar petroburgueses, pues son la copia de lo que en Venezuela se conoce como la boliburguesía, un acrónimo compuesto por las palabras bolivariano y burguesía que tiene como denominador común, la corrupción y el oportunismo.
Los boliburgueses son una clase social pudiente, combinación de políticos y militantes de los partidos afines al socialismo del siglo XXI, que se han enriquecido durante el gobierno del chavismo. Los petroburgueses son también políticos y activistas cobijados por el Pacto Histórico, que medran del erario, gracias a los negocios turbios que realizan bajo el amparo del Estado.
La diferencia es que, mientras en Venezuela tuvo que llegar Chávez a armar esa estructura de los peores, la kakistocracia; en Colombia el asunto ya estaba adelantado. En Cali, la petroburguesía se estableció desde hace más de una década, apoyada por un electorado indolente, que votó por todo aquel que les prometió llegar al paraíso, pasando por un infierno eterno.
En Bogotá, esa petroburguesía se estableció con la llegada de Luis Eduardo Garzón, se profundizó con el bandido de Samuel Moreno y llegó a la cúspide, gracias a Juan Manuel Santos, con el arribo de Gustavo Petro a la Alcaldía.
A su turno, en Medellín, esa petroburguesía manejaba un bajo perfil, aunque se dio cuenta del tipo de discurso que cautivaba a la ciudadanía, para conquistar por fin el poder en la ciudad. Solo fue cuestión de aprovechar la división de los votos, poner un candidato que despertara la lástima, hacerse a un eslogan contra la corrupción y con eso, finalmente, llegó a la Alcaldía de la ciudad.
La petroburguesía medellinense apareció en todo su esplendor en 2020. Los más incapaces, los reyes de la ineptitud, los crápulas de la ciudad, los más pícaros, los amorales, los bandidos de toda laya, se juntaron bajo el maquillaje de la independencia, aunque la realidad es que el único proyecto que tienen es enriquecerse mediante el asalto y la destrucción de la ciudad.
A los petroburgueses de Medellín no les importan las ideologías: hace una década eran «uribistas», aunque también fueron liberales, conservadores, tomates y ahora comunistas, una prostitución política que es, a la postre, una de las características de esa clase de nuevos ricos que pelechan a partir del despojo al que someten a la ciudad y al país.
Los petroburgueses de Medellín son iguales a Roy, a Benedetti, a Carlos Andrés Trujillo, a Dilian Francisca Toro y a todos esos paracaidistas que aterrizaron en el pacto petrista. El cabecilla de los petroburgueses de Medellín, votó por Uribe, se arrimó a César Gaviria, es amigo cercano de Luis Pérez e hizo todo, lo legal y lo ilegal, para que se entronizara el «gobierno del cambio».
Esos petroburgueses de la capital de Antioquia, se han enriquecido de forma obscena: de vivir en inmuebles modestos, ahora son dueños y señores de mansiones, apartamentos de lujo, proyectos hoteleros, yates y fincas en el país y en el exterior.
De hecho, sujetos incapaces de obtener un empleo por sus conocimientos y destrezas, ahora se pavonean en vehículos oficiales, haciendo negocios turbios y violando la ley, que es lo único que hacen medianamente bien.
Esa petroburguesía no está dispuesta a renunciar a los privilegios que otorga la corrupción. Por eso hay que tener cuidado con los que un día difaman y al otro día se sientan a conversar con su víctima. También hay que estar atentos a los movimientos que hacen bajo el radar, pues de seguro, tienen un plan para atornillarse en el piso 12 de La Alpujarra. Medellín ya está advertida.
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