Por: BenHur Carmona
Ha muerto Sly Stone. O mejor dicho: ha regresado al silencio primordial del cual emergió su música, ese Sylvester Stewart que un día decidió llamarse Sly, como si el cambio de nombre fuera también un cambio de destino, una metamorfosis que lo llevara de la persona a la máscara, de la máscara al mito.
Ochenta y dos años vivió en este mundo, los últimos batallando contra esa enfermedad que es metáfora de nuestro tiempo: la incapacidad de respirar. Pero durante décadas su respiración fue la de todos nosotros, el ritmo que nos unía en esa comunión efímera que es la música. Stone fue un alquimista de sonidos. En sus manos, el funk se casó con el rock, el soul abrazó al jazz, el gospel se encontró con la psicodelia. No fue síntesis, sino explosión: cada canción era un cosmos donde convivían los contrarios. «Everyday People», «Dance to the Music», «Family Affair» —títulos que son programas, manifiestos de una utopía posible. Su banda fue profecía hecha cuerpo: negros & blancos, hombres & mujeres, instrumentos que, por primera vez en la historia del espectáculo estadounidense, se negaron a reconocer las fronteras del prejuicio. Rose Stone, su hermana, y Cynthia Robinson, la trompetista, no fueron concesiones, sino revelaciones: la música como territorio liberado, como país sin pasaportes. Woodstock: 1969.
El amanecer. Un mar de rostros esperando. Y Sly Stone, arquitecto de multitudes, construyó con su música un puente entre la noche que moría y el día en que nacía. Rose Stone lo recordaba: «Sabíamos que algo mágico estaba pasando.» Lo mágico, siempre, es el instante en que los opuestos se reconcilian, en que la división se vuelve unión, en que la música se revela como aquello que verdaderamente es: el lenguaje anterior a Babel.
Ahora que ha muerto, su música permanece. Pero algunos músicos no mueren: se convierten en lo que siempre fueron: ritmo, tiempo, latido del mundo. Sly Stone fue uno de esos elegidos que transforman el ruido en música, la música en revelación, la revelación en comunión. Su verdadero nombre fue el que se dio a sí mismo: Sly, astuto como debe ser todo verdadero profeta, que finge como el relámpago no haber pasado.