Hoy, paradójicamente, gracias a la polarización y a los errores del actual gobierno, hemos visto cómo se fortalece de manera inédita la independencia del Congreso y, por ende, la separación de poderes.
Muchos de ustedes, amigos lectores, podrían alarmarse al leer el título de esta columna, y lo entiendo. Después de todo, la mayoría de los colombianos sentimos que no tenemos nada que agradecerle a nuestro incompetente Presidente de la República ni a su gobierno. Por el contrario, en menos de tres años de su mandato, sus acciones han debilitado y puesto en riesgo nuestra democracia.
Sin embargo, cuando digo “gracias, Gustavo Petro”, me refiero específicamente a un fenómeno particular: la división de poderes en Colombia se ha fortalecido de manera contundente, algo que no había sucedido en ningún otro gobierno.
Colombia ha sido históricamente una República de carácter presidencialista, lo que ha llevado en numerosas ocasiones a que se confundan los límites del poder del Presidente frente a los demás órganos del Estado, como la rama Judicial y la rama Legislativa. En el caso del poder Judicial, se han presentado algunas excepciones en las que la injerencia del Ejecutivo ha sido evidente, aunque menos marcada.
El verdadero problema, y uno que no es exclusivo de este gobierno, sino que se repite históricamente, está en la relación entre el Ejecutivo y el Congreso de la República. Por décadas, el poder del Presidente sobre el Legislativo ha sido evidente: las decisiones del Congreso en torno a los proyectos de ley presentados por el gobierno solían aprobarse con mayorías aplastantes, gracias a acuerdos políticos —muchos de ellos cuestionables— que aseguraban el éxito de las propuestas del Ejecutivo.
La costumbre era clara: los parlamentarios, tanto en comisiones como en plenarias, seguían casi ciegamente la voluntad del gobierno de turno, convirtiendo sus proyectos en ley sin mayor debate ni independencia. Esta subordinación del Congreso al Ejecutivo era un rasgo estructural de nuestra democracia.
Hoy, paradójicamente, gracias a la polarización y a los errores del actual gobierno, hemos visto cómo se fortalece de manera inédita la independencia del Congreso y, por ende, la separación de poderes. Es un fenómeno inesperado, pero digno de reconocimiento, pues la resistencia del Legislativo frente al Ejecutivo ha sentado un precedente importante para el equilibrio de nuestra democracia.
Si algo ha logrado el gobierno de Gustavo Petro, sin lugar a dudas, es evidenciar —como producto de múltiples hechos de corrupción— una de las mayores crisis de gobernabilidad en los últimos años.
No pretendo afirmar que la corrupción es exclusiva de este gobierno; gobiernos anteriores también se han visto manchados por este flagelo. Un ejemplo claro fue la investigación “El hombre del maletín” llevada a cabo por la revista Semana, que demostró cómo durante el gobierno anterior se utilizaron mecanismos cuestionables —comúnmente conocidos como mermelada— para asegurar el apoyo de parlamentarios a los proyectos legislativos del Ejecutivo.
Sin embargo, lo que ocurre en el actual gobierno ha alcanzado niveles alarmantes. Los escándalos son constantes y ya no sorprende ver involucrados, presuntamente, a parlamentarios, funcionarios del gobierno, e incluso a familiares y amigos cercanos del Presidente. Esta situación ha tenido consecuencias importantes para la institucionalidad del Estado, forzando una separación de poderes que, debido al sistema presidencialista colombiano, no se ejercía con el rigor que establece nuestra Constitución.
Cuando un gobierno enfrenta constantes escándalos de corrupción, las dinámicas políticas pueden cambiar. En ocasiones, esto puede conducir al fortalecimiento de la división de poderes, como lo estamos viendo actualmente en Colombia. La desconfianza hacia el Ejecutivo ha permitido que la rama Judicial emerja con mayor fortaleza y legitimidad. Desde la Corte Suprema de Justicia hasta los jueces de la República, las decisiones judiciales han sido tomadas de manera objetiva y en absoluto derecho, procesando a funcionarios y contratistas que hacen parte de esta red de corrupción ampliamente conocida.
Estos hechos han generado, paradójicamente, un aumento en la credibilidad y el respeto hacia la rama judicial. La independencia con la que jueces y fiscales han actuado ha renovado la confianza ciudadana en el poder Judicial, demostrando que aún existen garantías institucionales. Un ejemplo concreto fue el caso del magistrado José Joaquín Urbano, quien se negó a posesionarse ante un Presidente cuestionado por sus actitudes hacia la justicia, optando por hacerlo ante el Presidente de la Corte Suprema. A esto se sumó la negativa de la misma Corte a aceptar la Orden Nacional al Mérito en grado Cruz de Plata, distinción que el presidente Petro pretendía entregarles.
Lo mismo está ocurriendo con la rama Legislativa. Los escándalos de corrupción, donde algunos legisladores se han visto involucrados por la presunta venta de sus votos para aprobar proyectos de ley prioritarios para el alto gobierno, han generado un cambio evidente en el Congreso de la República. Proyectos que, en otro momento, se hubieran aprobado con rapidez —incluso a pupitrazo, como era costumbre gracias a los beneficios de la mal llamada mermelada—, hoy son rechazados mayoritariamente. Un ejemplo claro fue el hundimiento de la reforma tributaria, y seguramente otros proyectos correrán la misma suerte.
Este cambio tiene dos explicaciones principales: por un lado, el temor de los parlamentarios a ser investigados por presunta compra de votos; y por otro, la presión ciudadana ejercida a través de las redes sociales, que hoy juegan un papel fundamental como mecanismo de vigilancia.
No obstante, lo más grave ha sido la reacción del presidente Gustavo Petro. En su evidente frustración por no alcanzar resultados legislativos, expresó con desespero: “Maldito el parlamentario que, a través de las leyes, destruye la prosperidad de su propio pueblo”. Como si esto fuera poco, agregó, evidenciando una clara falta de liderazgo y capacidad de diálogo: “La relación del Gobierno con las comisiones económicas ha finalizado. Ellos verán si aprueban presupuestos o créditos; por nuestra parte, asumiremos las consecuencias”.
Paradójicamente, gracias al presidente Petro y a su cuestionado gobierno, la corrupción y el caos político que lo rodea, han llevado al fortalecimiento de la división de poderes en Colombia. Aunque, en teoría, la corrupción tiende a debilitar las instituciones democráticas, lo que estamos viviendo en nuestro país es una reacción distinta: un impulso hacia reformas y cambios estructurales que podrían materializarse en el 2026, ya sea por la presión ciudadana o por actores del sistema con verdadero interés en fortalecer la transparencia y la gobernabilidad.
En medio de esta crisis, el control ciudadano y el fortalecimiento de los contrapesos institucionales son señales de que nuestra democracia, aunque golpeada, está encontrando caminos para reinventarse y avanzar.