Por: Oscar Jairo González Hernández
Miro a una mujer que iba con un vestido amarillo intenso y rojo ardiente que le provocaba sueños extraños, ya que la combinación se le hacía tan extraña que le recordaba los sueños que había tenido esa noche, que tanto se le hicieron como surrealistas. No sabe bien, porque hizo consciente que eran surrealistas sus sueños, cuando nunca había escuchado hablar del surrealismo, ni le había interesado nunca, y no conoce absolutamente nada de ese movimiento de arte. Nunca le ha interesado el arte.
Que extraño, se dijo, pero había pronunciado surrealismo, de modo inconsciente. Y más tarde, en la misma calle, donde había mirado a la mujer, ella nuevamente la atravesó; se atravesó a su mirada como una trapecista, haciendo gestos con un vestido naranja brillante y azul oscuro (de Klein), que mantenían para él, aquello que había escuchado decir siempre: No le sale. O no es, lo normal llevar una vestimenta así. Frenéticas.
Toda esta inusitada relación con los colores, le fue haciendo interesar por el arte, como quién quiere o querría ser artista. Y la mirada, el mirar, lo hacía consciente de que podría ser un artista.
Miro a un hombre que lleva una máscara de rinoceronte. No tenía realmente conocimiento de estos animales, había escuchado hablar de ellos, pero no hacia conciencia nunca de ello. Quizá había tenido rinocerontes en su casa babélica, pero vacilaba ante ellos, cuando se materializaban y comenzaban, sin orden, sin medida a caminar por la casa. Y hubo momentos, que no pudiendo contenerlos o dominarlos, ellos se salieron de la casa, y se fueron como locos por las calles de la ciudad. La invadieron.
Todos los otros, le reclamaban su irresponsabilidad concomitante e inherente al orden de la ciudad, a su tranquilla vida en esas comunidades. Vivió momentos de mucha incertidumbre. Procuró llevarlos nuevamente a casa, pero no tuvo como hacerlo, los rinocerontes eran dalinianos.
Desistió de esa tarea, porque había mirado a aquel hombre que él creyó llevaba una máscara de rinoceronte. Recordó entonces, el teatro de Ionesco (El rinoceronte).
La ciudad entonces, tiene un color, y quién mira, lo hace desde su visión, forma y estructura del color en su vida, sin necesidad de ser artista, o siéndolo sin habérselo propuesto (Mira el color púrpura, al leer el libro Croma de Derek Jarman, al que hacía un homenaje). Y se hace, cuando mira desde la facultad intuitiva o racional, el conocimiento o no que tiene de los colores, o lo que le provocan. Mira desprevenidos, lo que ocurre en la ciudad como color.
Y así, la interviene, desde una dialéctica que no requiere de lo que llaman educación, porque la naturaleza misma de los sentidos, educa, en un momento inicial, lo que percibe lo educa. Como un heterótrofo, que es.
Caminan los dos por las calles de la ciudad, cada uno con sus miradas binoculares, haciendo lo que tienen que hacer: Mirar él o los colores, como la niña hermosa que en la peluquería Luzbel, coloreaba un libro de dibujos, mientras le hacían un corte de cabello (lo intimidaba todavía el recuerdo de los llamados: Cortes de franela, que se mantienen, quiéralo o no, vivos en su memoria).
Miraba todo, sin tener pues, la teoría de la mirada a la mano. No la necesitaba. Eso lo sabía. Y así, continúo su camino, observando, que delante de él, había una inmensa librería, llamada: Centro Comercial del Libro y la Cultura, que conocía un poco.
No bien entro allí, como quién entraba al Arca de Noé de los libros, pensó; escuchó unas voces, escuchó que leían poemas, que estaban leyendo poesías en una de esas librerías. Y procedió a establecer de qué se trataba, él que miraba, que escuchaba todo, como el zumbido en los oídos extraterrestres, por decirlo así.
Impresionado por ello, todavía lo hacía de lo que ocurría en la ciudad viva, en lo que vivía en la ciudad, en lo que la urbe le hacía vivir, sometido a ella. Unos poetas reunidos alrededor de la poesía, en la librería La hojarasca (de la poeta y librera Bárbara Lins), lo que le pareció extraordinario, para dimensionar más la teoría del color que estaba formándose en él.
Poesía y color, color y poesía, se dijo. En la ciudad-color, lo intempestivo, existe como quién a través de sí mismo, hace aparecer y desaparecer, desde su alquimia, lo que quiere, y así vive sin causar odio ni odios a nadie ni a nada, o destruir lo que no es de él, o él no domina para sí mismo, en la construcción del mundo. Inerme se siente ante lo desconocido, pero maravillado.