miércoles, mayo 28, 2025
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(OPINIÓN) El doble rasero de Racero. Por: Santiago Valencia González

En la política colombiana, la coherencia parece estar en vía de extinción. Esa es una de las razones más poderosas que explican el creciente divorcio entre la ciudadanía y sus dirigentes. Esa desconexión ha alimentado la abstención y, peor aún, ha abierto paso a propuestas demagógicas que, con promesas de cambio, llegaron al poder para terminar reviviendo las viejas mañas corruptas y clientelistas de siempre.

Esta semana, el país conoció un nuevo escándalo protagonizado —presuntamente— por el expresidente de la Cámara, David Racero. En un audio que circula en medios, se escucha a una voz que sería la suya solicitando contratar a una persona para su fruver familiar bajo condiciones que rayan con la explotación: trece horas diarias de trabajo, un millón de pesos al mes y sin prestaciones sociales. Todo esto mientras, desde el Congreso y las plazas públicas, Racero se ha vendido como un defensor incansable de los derechos laborales.

Y no es la primera vez que se pone en entredicho su discurso. A este caso se suman otros episodios igualmente graves: el presunto cobro de dineros a miembros de su unidad de trabajo legislativo, el uso de vehículos oficiales para actividades privadas en su fruver, el clientelismo al solicitar y negociar puestos en entidades del Estado, y el presunto nepotismo al ubicar familiares suyos en cargos públicos.

¿En qué quedamos? ¿Los derechos laborales son sagrados solo cuando deben garantizarlos otros, pero prescindibles cuando se trata de negocios personales? Este tipo de contradicciones no solo debilita el discurso oficialista: pone en evidencia una lógica peligrosa y cínica del “hagan lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.

Y Racero no está solo. Las incoherencias han sido una constante del gobierno Petro. Mientras se denuncian las deudas de las EPS con clínicas y hospitales, el mismo Estado les adeuda billones. Mientras se condena la tercerización laboral, muchas entidades públicas siguen contratando bajo órdenes de prestación de servicios sin estabilidad, sin garantías y sin dignidad. Entre tanto se habla de justicia social, el gasto en burocracia, viajes oficiales y privilegios rompe récords históricos.

La fallida reforma laboral es otro ejemplo. Aunque partía de una intención legítima mejorar las condiciones laborales, ignoraba por completo la realidad de cientos de pequeñas y medianas empresas que no tienen cómo asumir nuevos costos sin afectar su operación. Las consecuencias eran previsibles: despidos, frenazo en la contratación formal e incremento en la informalidad.

Y vale la pena recordar algo que, en medio de tantos discursos, muchos parecen olvidar: un trabajador informal es un trabajador sin derechos. Sin acceso a salud, pensión, licencias, riesgos laborales ni estabilidad. La informalidad no es solo un problema económico, es una tragedia social. Cuando se estrangula al empresario formal con cargas desproporcionadas, lo que se estimula no es el trabajo digno, sino el empleo por fuera de la ley.

Sí, Colombia necesita con urgencia mejorar las condiciones laborales. Es inaceptable que millones de trabajadores vivan en la precariedad. Pero no se puede lograr castigando al que genera empleo, ni imponiendo modelos inviables desde un escritorio. El camino es el diálogo, la sensatez y el equilibrio: fortalecer la formalidad sin asfixiarla, promover la productividad sin destruir al empleador.

La incoherencia política no solo es éticamente reprochable: también es ineficaz. Si el gobierno quiere transformar al país de verdad, debe empezar por el ejemplo. No se puede exigir desde lo público lo que no se está dispuesto a cumplir en lo privado. No se puede construir justicia social con discursos que no resisten ni el más leve contraste con los hechos.

Menos discursos y más coherencia. Colombia lo agradecería. Y los trabajadores, aún más.

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