El reciente caso de Kristin Cabot y Andy Byron, ejecutivos de la empresa tecnológica Astronomer, vuelve a poner sobre la mesa un tema incómodo para quienes lideran organizaciones. La reputación no conoce de horarios ni compartimentos. La imagen de ambos abrazados en un concierto de Coldplay, con la polémica de una presunta infidelidad mientras ambos tienen familias constituidas, se convirtió en una tormenta mediática que no solo afectó a sus vidas personales, sino que se extendió de inmediato a la reputación de la empresa que dirigen y representan.
El hecho se amplifica por el rol de cada uno. Byron ocupa el cargo de CEO, y Cabot lidera el área de Recursos Humanos, un área que, en teoría, custodia los valores de la organización. En tiempos donde la viralidad se impone y la opinión pública se alimenta de cada registro en redes, cualquier acción de un líder empresarial se convierte en un mensaje, voluntario o no.
Este caso expone un principio inevitable: el storytelling de marca comienza por quienes la encarnan. No hay forma de sostener un relato de cultura, ética y valores hacia afuera si quienes lideran actúan en sentido contrario, aunque sea en su vida personal. Esto no implica una exigencia de perfección moral, pero sí obliga a entender que, al ocupar posiciones visibles, las decisiones personales pueden tener repercusiones colectivas.
En Colombia, la coherencia también se pone a prueba en otros escenarios. Mientras el episodio de Astronomer generó análisis y repercusiones para sus protagonistas, otro caso, de proporciones políticas, pasó sin mayor resonancia en los medios. La información sobre una presunta infidelidad del presidente Gustavo Petro con una mujer trans en Panamá, episodio que habría provocado la salida de la primera dama Verónica Alcocer a Europa, se conoció tímidamente y con escaso cuestionamiento público, a pesar de que los valores personales de un mandatario también son relevantes para la confianza ciudadana.
¿Por qué este contraste? Tal vez porque en el mundo corporativo se asume que la coherencia es parte del capital reputacional, mientras que en la política colombiana el umbral de exigencia ciudadana ha sido históricamente bajo, o porque la polarización diluye la atención frente a conductas que deberían revisarse con el mismo rigor que se aplica a las figuras del sector privado.
En un entorno digital donde el silencio deja espacio a interpretaciones y especulaciones, gestionar la comunicación ante crisis personales que impactan en lo corporativo es un imperativo. Cuando las decisiones de líderes se convierten en noticia, no hablar estratégicamente equivale a ceder el relato a la opinión pública y a sus amplificadores en redes, lo que puede erosionar la confianza de empleados, clientes e inversionistas.
En el fondo, el caso de Astronomer y la comparación con la política colombiana nos recuerdan que la coherencia es un activo que no distingue entre lo privado y lo público. Como dijo Warren Buffet, “se necesitan 20 años para construir una reputación y cinco minutos para destruirla”. Este principio se aplica de manera implacable, y más en tiempos donde cada cámara y cada red social son potenciales auditoras de la conducta de quienes ejercen el liderazgo.
Las marcas y los liderazgos, tanto en empresas como en la política, no pueden darse el lujo de vivir en la incoherencia. Los valores que se promueven deben sostenerse con las acciones, incluso en espacios personales, porque todo comunica, todo deja huella y, finalmente, todo impacta en la confianza que se construye con cada audiencia.